Moises Sandoval

Moises Sandoval

La noticia de la beatificación del mártir Monseñor Oscar Romero de El Salvador me trajo recuerdos del único santo vivo que he conocido. Estuve en una conferencia de prensa que él dio durante la reunión de los obispos latinoamericanos en Puebla, México en 1979.

Como escribí en el prefacio de un pequeño libro publicado en 1981 por Celebration Books en Kansas City — “A Martyr’s Message of Hope: Six Homilies” de Oscar Romero — él era el antítesis del típico caudillo latinoamericano, quien es alto, duro, amenazante y, a veces, con la moralidad de un ladrón.

“Romero (en contraste) era bajo, su cara no imponente pero muy sensitiva, y viéndola uno podía deducir que había experimentado miedo y sufrimiento pero, no obstante, sentía amor para todos. Porque veían en Oscar Romero una persona del pueblo, un vecino, residente del barrio, quizás por eso el pueblo salvadoreño podía confiar en su palabra.

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“Cada domingo la catedral de San Salvador rebosaba de gente que venía a escuchar la palabra del arzobispo. La congregación no se dormía durante las largas homilías (duraban una hora, una hora y media y hasta dos horas). Más bien, los feligreses mostraban pleno ánimo, aplaudiendo los temas principales. Por todo ese país de cuatro millones y medio se oía su palabra. Cada domingo todo el mundo se reunía en las iglesias para escuchar su homilía, emitida por la radio de la arquidiócesis. En los barrios más pobres, cada habitación, más bien choza que casa porque era de cartón, exhibía foto de Romero, y los habitantes orgullosamente decían: ‘Este es nuestro obispo’.

“En una entrevista con la revista Maryknoll (de cual yo era editor), Romero dijo que quería ser la voz de los sin voz. Y, de hecho, cuando los salvadoreños escuchaban a su arzobispo se oían a sí mismos. Eran como el hombre humilde y pobre quien recupero su voz. Quizás porque el pueblo se oyó a sí mismo (sus más profundos anhelos), la palabra de Monseñor Oscar Romero tuvo un impacto tremendo no sólo en El Salvador sino por dondequiera”.

Continué: “El arzobispo era un hombre quien vino a su pueblo armado no con armas de muerte sino con palabras de esperanza que daban vida. Sus palabras eran tan poderosas que las autoridades opresivas tuvieron que matarlo, esperando silenciarlo para siempre. Pero la palabra de Monseñor Romero todavía resuena por los barrios y en las acciones de aquellos que siguen su ejemplo viviendo no por si mismos sino por los demás. Para mí, ese es el verdadero significado de las palabras de Oscar Romero”.

Empecé el prefacio del libro, ya amarillo con el pase de los años, diciendo que sería presuntuoso para mí, un norteamericano con mixtura de culturas anglosajona e hispanas juzgar el impacto de las palabras de Monseñor Romero en el pueblo salvadoreño.

Explique: “Tendría que ser un salvadoreño, uno que sufrió opresión y explotación desde 1932 cuando las fuerzas militares mataron a más de 30,000 personas, uno que vivió en las tinieblas que cubrieron el país desde esa era, uno tan analfabeto como la mayoría de los salvadoreños, uno que había sufrido tortura, la desaparición de su familia, y la opresión de las fuerzas de seguridad. Si yo fuera uno de esos, los más pobres salvadoreños, entonces sí podría evaluar claramente lo que Arzobispo Romero decía”.

“En este hombre bajo e insignificante, Dios habla en nuestros tiempos”, escribió el teólogo mexicoamericano Padre Virgilio Elizondo en el epílogo. “El nos invita, nos desafía, nos ofrece esperanza. Su mensaje no es sofisticado o difícil para comprender. Es tan ordinario y tan extraordinario como el evangelio en sí”.

San Oscar, ruega por nosotros.