Entre amigos

Mar muñoz-Visoso

Al pensar en la Cuaresma este año, por alguna razón, lo primero que me vino a la mente fue la comida. Las albóndigas de bacalao y el potaje de garbanzos de mi madre, y las tortas de camarón de mi suegra. Se podría decir que Cuaresma y Semana Santa tienen en la comunidad hispana una serie de sabores especiales. Posiblemente esto sea cierto de cada pueblo y cultura.

Puede resultar curioso que comience hablando de comida en tiempo de ayuno y abstinencia. Sin embargo, muchas de nuestras tradiciones culturales, entre ellas las gastronómicas, nos ayudan a recordar los valores y costumbres de los tiempos litúrgicos, precisamente porque han nacido de ellos. Nos ayudan a ponernos “en ambiente”.

Pero, como todo, la Cuaresma se convierte en puro ritualismo si no se vive su significado profundo. Por ejemplo, a juzgar por el número de nosotros que asiste a la Iglesia en Miércoles de Ceniza, algunos pudieran pensar que éste fuera para los hispanos el día más importante del año litúrgico. Pero ¿de qué sirve que nos impongan la ceniza si luego no hacemos el esfuerzo de acompañar al Maestro en su ascenso a Jerusalén?

La Cuaresma nos recuerda que la existencia humana es la historia de la relación interpersonal entre Dios y el hombre en el contexto de la alianza consagrada por Cristo. Esta alianza supone la superación constante del pecado y la conversión como actitud personal y comunitaria hacia Dios y los hermanos. Esta es la vocación del cristiano.

La conversión es un don de Dios que requiere una respuesta generosa y un esfuerzo de purificación interior por nuestra parte. Los temas recurrentes de las liturgias cuaresmales nos ayudan a recorrer ese itinerario: ayuno, abstinencia, sacrificio, moderación de los deseos, oración y obras de caridad. Los evangelios dominicales nos presentan a Cristo como protagonista, modelo y maestro. Es un recorrido que invita a la superación del egoísmo y a la búsqueda de la justicia, donde la comunidad cristiana es a la vez signo e instrumento de reconciliación. Es, en definitiva, una invitación a vivir con intensidad la dimensión de bautizados, a recorrer un camino de fe más consciente.

Decía san Pedro Crisólogo: “Tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la devoción constante y la virtud permanente. Estos tres son la oración, el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede y la misericordia recibe”. Esto es, la oración nos devuelve la comunión con Dios; la caridad nos reconcilia con los hermanos; y el ayuno, como ejercicio de autodominio, nos libera espiritualmente y nos reconcilia con nosotros mismos.

A menudo buscamos excusas para evitar las cosas que nos incomodan. “No se cae el mundo”, decimos, porque un viernes de Cuaresma coma carne, o porque no me prive de algo que me cuesta; “ya buscaré tiempo para Dios más tarde”, mientras Internet, la televisión o el iPod llenan nuestra vida de ruido; “que otro se preocupe, ya tengo bastantes problemas”.

Mientras tanto, nos olvidamos de si el pordiosero al que evitamos dando un rodeo pasó la noche o el anciano que no visitamos murió de soledad; Dios nunca tuvo su minuto de atención; y, en esta sociedad de la abundancia, el cuerpo sigue empacando libras que no necesita. Dios se ha convertido en una voz lejana en nuestro corazón endurecido, un eco distante en nuestra conciencia. Y luego, nos extrañan los males espirituales y físicos que nos aquejan.

Necesitamos silencio. Necesitamos tiempos y espacios que nos permitan escuchar a Dios. Quizá hoy apague la radio de mi auto en el camino a casa. Por cierto, mamá, mándame la receta de las albóndigas. No me salen como a ti. Será el bacalao.

Mar Muñoz-Visoso es la subdirectora de relaciones con los medios de comunicación de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos.