Archbishop Charles J. Chaput

Archbishop Charles J. Chaput

15 de febrero del 2016

La muerte es siempre una derrota y una liberación: una derrota para el orgullo humano; pero para los amigos de Dios, una liberación hacia la vida eterna. Antonin Scalia, magistrado de la Corte Suprema, murió el 13 de febrero.  Era un hombre de extraordinario genio legal y fidelidad a la Constitución.  Lo que más irrita del magistrado Scalia a sus críticos fue el hecho de que él era invariablemente más inteligente que ellos, y peor aún, que él lo tomaba con un sentido de humor.  Pero su inteligencia y patriotismo eran las partes menores del hombre; la parte más grande era su carácter cristiano perdurable.  Su vida como esposo, padre, amigo, erudito y juez fue formada profundamente por su fe católica.  Lo que lo hizo ‘grande’ en lo único que finalmente importa era su integridad moral.

Decir que yo conocía bien al magistrado Scalia sería equívoco. Pero tuve el privilegio de conversaciones privadas y cenas con él en varias ocasiones amistosas y –nuestro contacto, no infrecuente para Scalia– comenzó con un desacuerdo en el año 2002 (ver http://www.firstthings.com/article/2002/05/gods-justice-and-ours y http://www.firstthings.com/article/2002/10/antonin-scalia-and-his-critics-the-church-the-courts-and-the-death-penalty).  El magistrado Scalia fue un formidable defensor de la constitucionalidad de la pena de muerte.  Mientras que nuestros pensamientos sobre la cuestión de la pena capital claramente diferenciaron, eso no impidió su interés o respeto por otros puntos de vista.  Él tenía poca paciencia con frivolidades autoinfligidas, pero siempre fue un caballero hasta la médula.

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En su disidencia articulada de la decisión de Obergefell el año pasado que legalizó el ‘matrimonio’ homosexual, Scalia escribió:

«No es de importancia especial para mí lo que la ley dice sobre el matrimonio. Es de abrumadora importancia, sin embargo, quién es que me gobierna. El decreto de hoy dice que mi Gobernante y el Gobernante de 320 millones de estadounidenses de costa a costa, es una mayoría de los nueve abogados de la Corte Suprema. La opinión en estos casos es la ampliación de hecho -y la ampliación mayor que uno aún puede imaginarse- del poder reclamado de la Corte de crear ‘libertades’ que la Constitución y sus Enmiendas no mencionan. Esta práctica de revisión constitucional por un comité no elegido de nueve, siempre acompañado (como es hoy) por la alabanza extravagante de la libertad, priva al Pueblo de la libertad más importante que ellos afirmaron en la Declaración de Independencia y ganaron en la Revolución de 1776: la libertad de gobernarse. Esto es una reclamación judicial al desnudo del poder legislativo –en realidad, superlegislativo; una reclamación fundamentalmente en desacuerdo con nuestro sistema de gobierno. Excepto por la limitación de una prohibición constitucional acordada por el Pueblo, los estados son libres de adoptar las leyes que les gusten, aún aquellas que ofenden ‘el juicio razonado’ de los estimados magistrados. Un sistema de gobierno que subordina al Pueblo a un comité de nueve abogados no elegidos no merece ser llamado una democracia.»

Las palabras de Scalia valen la pena leerlas una y otra vez al prepararnos para las elecciones nacionales en el otoño. El próximo presidente seguramente nombrará más de un magistrado a la Corte Suprema de justicia y tal vez varios. Y esas decisiones darán forma a la interpretación de la ley estadounidense durante décadas. Vivimos en un momento crucial, y hemos perdido a uno de los miembros más impresionantes de la Corte.

El magistrado Antonin Scalia sirvió al pueblo de Estados Unidos y su Corte Suprema de manera ejemplar durante casi 30 años. Él escribió con una claridad excepcional, sustancia y visión, y se le recordará como uno de los grandes juristas del siglo pasado. Su pérdida, especialmente en este momento sensible para la nación, es una tragedia, una tragedia para nosotros. Pero para un hombre de fe, no es ninguna tragedia; en la muerte de un hombre bueno, la vida real apenas está comenzando. Que Dios lo reciba en el gozo eterno, consuele a su familia y nos envíe a un jurista de similar carácter y capacidad para continuar su trabajo.