Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

A las personas de la Iglesia en Filadelfia:

Casi todos los que tratan de entender la actual crisis de gobierno en Washington están ya sea (a) previamente comprometidos a la versión de los acontecimientos de uno u otro partido político; o (b) completamente confundidos. La mayoría de nosotros cae más o menos en el segundo grupo. Y eso significa que muchos ciudadanos terminan sintiéndose impotentes, luego disgustados, luego enojados. Si, como dice la Escritura, la verdad nos hace libres, la falta de ella nos hace sentir frustrados y bloqueados en un estado de incertidumbre. Para ponerlo de otra manera: la confusión es mala; es mala para el alma individual, y es mala para la salud de una sociedad. Inevitablemente engendra división y conflicto.

La confusión puede tener diversas causas; algunas de ellas son bastante inocentes. Una persona puede escuchar o interpretar incorrectamente la información; o una persona puede que no se exprese claramente; o hay factores que nadie puede controlar, por ejemplo, el prejuicio o el descuido de una organización de noticias —puede interferir con, o dramáticamente darle color a cómo un mensaje es comunicado y recibido. Estas cosas suceden como una parte natural de la vida. Ésta es la razón por la cual los líderes tienen una obligación especial de ser claros, honestos y prudentes en lo que hacen y dicen. Ellos necesitan «profesar la verdad con amor», en las palabras de San Pablo.

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Causar confusión acerca de un asunto de importancia, precipitada o deliberadamente, es una falla grave para cualquier persona en autoridad. Así es en la vida pública; y así es en la vida de la Iglesia.

No hay amor —no hay caridad— sin la verdad, así como que no hay misericordia real separada de un marco de justicia informada y guiada por la verdad. Al mismo tiempo, la verdad utilizada como arma para humillar a otros, la verdad que carece de paciencia y amor, es una forma particularmente fea de violencia.

¿Cuál es el punto de estos pensamientos?

Durante las últimas semanas, numerosas voces superiores en el liderazgo de la Iglesia en Alemania han sugerido (o fuertemente implicado) apoyo a la institución de un rito de bendición católica para parejas del mismo sexo que están civilmente casadas o buscando matrimonio civil. En la superficie, la idea puede parecer generosa y razonable. Pero la imprudencia de tales declaraciones públicas es —y debe ser— causa de grave preocupación. Esto requiere una respuesta porque lo que sucede en una realidad local de la Iglesia global inevitablemente resuena en otros lugares —incluyendo eventualmente aquí.

En el presente caso, cualquier «rito de bendición» colaboraría en un acto moralmente prohibido, no importa cuán sinceras sean las personas que buscan la bendición. Tal rito socavaría el testimonio católico sobre la naturaleza del matrimonio y la familia; confundiría y engañaría a los fieles; y heriría la unidad de nuestra Iglesia, porque no podría ser ignorado o enfrentado con el silencio.

¿Por qué podría un acto aparentemente misericordioso representar un problema? Bendecir a las personas en su forma particular de vida efectivamente los alienta en ese estado, en este caso, en uniones sexuales del mismo sexo. A lo largo de la historia del cristianismo, un hecho simple y sabio se aplica: lex orandi, lex credendi, es decir, cómo veneramos moldea qué y cómo creemos. Establecer un nuevo rito enseña y avanza una nueva doctrina por su efecto vivido, es decir, por la práctica.

Hay dos principios que debemos recordar. En primer lugar, necesitamos tratar a todas las personas con el respeto y la preocupación pastoral que se merecen como hijos de Dios con dignidad inherente; enfáticamente, esto incluye a personas con atracción al mismo sexo. En segundo lugar, no hay ninguna verdad, ninguna misericordia real y ninguna compasión auténtica, en bendecir un curso de acción que aleja a las personas de Dios. Esto no es de ninguna manera un rechazo a las personas que buscan tal bendición, sino más bien una negativa a ignorar lo que sabemos ser verdad acerca de la naturaleza del matrimonio, la familia y la dignidad de la sexualidad humana.

De nuevo: Todos nosotros como seres humanos, sean cuales sean nuestras fortalezas o debilidades, tenemos derecho a ser tratados con el respeto que exige nuestra dignidad dada por Dios. También tenemos derecho a oír la verdad, nos agrade o no, aun si desafortunadamente parece complicar la unidad de la Iglesia. De Aquino: El bien de la unidad eclesiástica, al cual se opone el cisma, es menor que el bien de la verdad divina, a la que se opone la incredulidad (véase STh II-II, q. 39, a.2).

Jesús dijo que la verdad nos hará libres. En ninguna parte él sugirió que nos hará sentir cómodos. Todavía tenemos que escuchar con claridad la verdad —y compartirla, claramente— siempre con amor. Crear confusión alrededor de importantes verdades de nuestra fe, no importa lo positiva que sea la intención, sólo dificulta más una tarea ya difícil.

Su hermano en Cristo,

+Charles J. Chaput, O.F.M. Cap.
Arzobispo de Filadelfia