Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

Esta semana nos centramos, con razón, en la alegría de otro Día de Acción de Gracias con un tiempo bien merecido para familia y amigos. Pero también celebramos la Solemnidad de Cristo Rey este fin de semana, marcando el cierre de otro año de Iglesia. Es un buen momento para hacer dos preguntas simples: ¿Qué clase de rey es Jesucristo, y qué significa su reinado para nosotros?

Vamos a empezar con algunos antecedentes.

En su cuarta homilía en el libro de Éxodo, el erudito cristiano de los primeros siglos Orígenes de Alejandría escribió que “es mejor morir en el desierto que servir a los egipcios.” Son palabras fuertes. Eran un reproche firme de Orígenes a los hebreos en la Biblia (Ex 14:12) que deseaban volver a la esclavitud en Egipto, en lugar de arriesgarse a morir en el desierto después de su escape. Para Orígenes, como para Moisés, hay solamente un Dios y cualquier cosa menos que confiar en Dios es una forma de idolatría.

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Orígenes habló desde una experiencia personal; él vivió durante las feroces persecuciones periódicas de la comunidad cristiana de finales del segundo siglo y principios del tercero. Y sus palabras hacen eco de otro gran temprano texto cristiano, la Carta a Diogneto, escrita en el siglo II por un autor cristiano anónimo que se enfrentó a la misma violencia sangrienta del mundo pagano.

Al igual que Orígenes, la Carta no muestra señales de compromiso o cobardía en su mensaje; todo lo contrario. Se burla de la locura de la idolatría pagana. Advierte a Diogneto, el pagano, que “estas cosas [hechas de madera, latón, hierro y plata] que ustedes llaman dioses, esas que ustedes sirven, esas que ustedes adoran, y [que en fin] llegan a ser como ellas.” En otras palabras, la idolatría no ennoblece al hombre; lo deshumaniza. La Carta continúa y contrasta el vacío y la miseria del mundo pagano con la misericordia y el amor del verdadero Dios, manifestado en su hijo, Jesucristo.

Lo más llamativo de la Carta a Diogneto no es su antigüedad, sino su valor para la vida cristiana ahora, de hoy, en un mundo incrédulo e indiferente. Como los hebreos que anhelaban la relativa comodidad de la esclavitud egipcia, también muchos de nosotros prefieren el ruido y las distracciones materiales de la vida moderna a la libertad del Evangelio. El primer mandamiento dice: “Yo soy el Señor tu Dios, no tendrás dioses ajenos delante de mí.” No dice, “Yo soy tu principal asesor” o “Yo soy tu entrenador de vida” o “Yo soy tu representante.” Dice: Yo soy tu Dios, el único Dios, y no me ignorarás y deshonrarás la dignidad que te he dado prostituyéndote tras dioses falsos. Sin embargo todavía nosotros los modernos a menudo hacemos exactamente eso con nuestras adicciones a la política, poder, tecnología, entretenimiento, salud personal y cien otras deidades.

Mi punto aquí no es que cosas como la tecnología y la salud personal son «malas». Obviamente la tecnología sirve a la dignidad humana de muchas maneras; y la salud personal es una gran bendición. Más bien, mi punto es que cualquier cosa que confunde nuestras prioridades, roba nuestra atención y destrona a Dios del centro de nuestra vida, se convierte en un ídolo.

El fallecido cardenal Jean Marie Lustiger, en su maravilloso librito La promesa, escribe que la idolatría siempre ha sido –y sigue siendo– una de las tentaciones más profundas de la humanidad. En sus palabras, “…el paganismo siempre sigue siendo una tentación, en su arcaica como en sus formas más desarrolladas. El poder que el hombre se ha dado es la más sutil y más moderna de estas tentaciones.” El poder sobre el mundo natural alimenta la vanidad humana e ilusiones de seguridad del hombre; nos lleva a ofrecer palabras piadosas de Dios, pero no corazones humildes; pero Dios no se deja engañar. Para Lustiger, una Iglesia no puede ser inventada colgando una cruz en la pared de un templo pagano, ni se crea una nación cristiana simplemente dibujando una cruz en una bandera. La fe cristiana exige conversión radical y un profundo compromiso con el único Dios verdadero. Y como resultado, “a menos que el agua del bautismo… haya penetrado hasta sus corazones,” los autodescritos cristianos — desde el obispo más alto hasta el creyente más humilde — pueden estar entre los peores fraudes e idólatras, “desfigurando [a Cristo]” por sus acciones, y luego [haciendo] esta distorsión su dios.

Vivimos en una era democrática y la democracia, por todos sus puntos fuertes, puede también hacer a la gente sorda al lenguaje de la fe. Alexis de Tocqueville describe la diferencia entre el hombre democrático y toda la historia humana antes de la era democrática, como la diferencia entre «dos humanidades diferentes». El hombre democrático desconfía instintivamente de cualquier forma de desigualdad, privilegio o jerarquía. Toda legitimidad en la democracia fluye desde el individuo soberano y el estado que él ayuda a crear. Pero la Iglesia es un tipo muy diferente de comunidad con premisas muy diferentes, comenzando de la premisa de un soberano Creador y Autor de la vida.

El contenido de la fe bíblica, y especialmente el lenguaje de “señorío” o “realeza,” puede parecer anticuado o ajeno a muchos de nosotros. La solemnidad de Cristo Rey es un buen momento para ayudarnos a ver nuestra propia mortalidad y el carácter temporal de todas las cosas creadas; pero también para regocijarnos en el amor que Dios tiene para cada uno de nosotros – el Dios que es nuestro salvador y el señor del real “mundo real,” que es mucho más grande que la vida cotidiana.

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La naturaleza del poder regio de Cristo se revela en las Escrituras. Jesús vino primero como expresión de humildad y misericordia de Dios en la pobreza de Belén. Pero la solemnidad de Cristo Rey nos recuerda que en el final de los tiempos, él volverá en un trono de gloria, el ejecutor de la justicia de Dios. Jesús solo gobierna. Él solo juzga. No habrá ninguna encuesta, ninguna refutación de los abogados de la defensa y ningún tribunal de apelación. Los mismos estándares de una vida justa se aplicarán para juzgar a todos por igual, y las filas de las naciones se dividirán por alegría o pérdida. Éste es el Cristo de sobria grandeza y verdad. Éste es el Jesús que exige una explicación de todas las idolatrías, grandes y pequeñas; y que recompensará toda fidelidad con la vida eterna.

Al cierre de un año amargamente difícil para la Iglesia, y en espera en el umbral de otro comienzo –un nuevo tiempo de Adviento– tenemos que recordar tres realidades simples: Dios nos ama infinitamente y con ternura de Padre; los caminos de Dios se cumplirán, con o sin nuestra aprobación; y nuestras decisiones y acciones importan, no sólo en esta vida, sino eternamente.