Por Padre Tad Pacholczyk
Los seres humanos, por propia naturaleza, evadimos el dolor y el sufrimiento. Por instinto reaccionamos, por ejemplo, evitando el objeto punzante que puede herirnos. Cuando identificamos que quien nos está llamando por teléfono es un vecino indeseable, no contestamos. Nuestra reacción inmediata, al igual que la de la mayoría de los animales, es evitar los estímulos nocivos y el dolor.
No obstante, también somos capaces de responder conscientemente y en formas que nos diferencian de manera radical del resto del reino animal.
Por ejemplo, podemos decidir enfrentar y soportar el dolor por razones más elevadas. Así, sabiendo que la jeringa nos lastima, decidimos no mover el brazo durante una inyección porque el po-
der de la razón nos dice que con ella mejorará nuestra salud. Sabemos que es desagradable platicar con ese vecino difícil, pero con tal de cultivar la paz en nuestro barrio, decidimos enfrentar el reto y lo superamos.
Sin embargo, movidos por la preocupación y el miedo, también podemos responder al dolor y al sufrimiento de una manera insensata. Por ejemplo, cuando sufrimos debido a una relación difícil, podemos voltear a las drogas, al alcohol o a malos hábitos alimenticios. Si la perspectiva de tener que continuar un embarazo nos hace sufrir, podemos responder acabando con la vida de nuestro bebé mediante el aborto. Cuando sufrimos por el dolor de un cáncer, podemos hacer corto circuito a todo y recurrir al suicidio con ayuda del médico.
Reaccionar al sufrimiento de una manera racional o irracional es una de las decisiones humanas más importantes. Para muchas personas en nuestra sociedad, el sufrimiento se ha convertido en un mal que hay que evitar a toda costa, llevándolas a tomar muchas decisiones irracionales y destructivas.
Si bien es cierto que el dolor físico está presente en todo en el reino animal en general, la diferencia en cuanto a los seres humanos es que nosotros somos conscientes de nuestro sufrimiento y nos preguntamos el por qué; y mucho más sufrimos cuando no encontramos una respuesta satisfactoria; necesitamos saber si nuestro sufrimiento tiene un sentido. Desde una cama de hospital o una silla de ruedas es difícil evitar la dolorosa pregunta «¿por qué?», cuando la enfermedad grave o la debilidad nos hace sentir inútiles o una carga para los demás. Sin embargo, analizándolo, ningún sufrimiento es «inútil», aunque efectivamente mucho de él se pierde y desperdicia cuando lo rechazamos y nos negamos a aceptar su sentido profundo. El papa Juan Pablo II nos recordaba constantemente que la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento Dios se la dio al hombre en la Cruz de Jesucristo.
El tema del sufrimiento siempre está presente en el campo de la atención médica católica, y aunque los profesionales de la salud luchan con dedicación por disminuir el sufrimiento y el dolor, no han logrado eliminarlos completamente.
La Conferencia Estadounidense de Obispos Católicos, en un importante documento titulado Directrices éticas y Religiosas para los Servicios de Atención Médica Católicos (Ethical and Religious Directives for Catholic Health Care Services), nos recuerda que «los pacientes que experimentan un sufrimiento no mitigable deberán recibir ayuda para comprender el significado cristiano del sufrimiento redentor».
El solo concepto de «sufrimiento redentor» ya deja ver que el sufri-miento humano es mucho más de lo que vemos a simple vista, y no solamente un mal que hay que rehuir instintivamente. Más bien, es una fuerza incomprensible que puede moldearnos en formas importantes y hacernos madurar; una fuerza con la que tenemos que aprender a colaborar y aceptar como parte del viaje y destino del ser humano.
En el sufrimiento y el dolor, todos y cada uno de nosotros podemos hacernos partícipes del sufrimiento redentor de Cristo. Desde que éramos niños quizá ya se nos enseñaba la frase «¡Ofrécelo al Señor!». Estas sencillas palabras nos recordaban que el sufrimiento puede beneficiarnos no sólo a nosotros mismos sino a todos a nues-tro alrededor, dentro del misterio de la comunión humana.
Al estar inmovilizados en nuestra cama de hospital nos hacemos como Cristo, inmovilizado en el madero de la Cruz, y si aceptamos y acogemos nuestra propia situación en unión con él, se abren para nosotros momentos redentores poderosos.
Gracias al amor personal que el Señor nos tiene, podemos cooperar con su plan de Salvación al unir nuestro sufrimiento con su Cruz salvadora, como lo hace una mamá cuando deja que su niña le ayude a preparar un pastel añadiendo los huevos, la harina y la sal. La mamá puede hacerlo sola pero la ayuda de la niña es real y significativa pues el amor de la madre encuentra la cooperación de la hija para crear algo nuevo y maravilloso.
De igual forma, Dios permite nuestro sufrimiento y nosotros se lo ofrecemos, dejando así una marca imborrable en su trabajo de Salvación. Esta transformación de lo «inútil» de nuestro sufrimiento en algo con significado profundo, se convierte así en una fuente de gozo espiritual en aquellos que lo viven. Para quienes están en Cristo, el sufrimiento y la muerte representan el dolor de parto hacia una creación nueva y redimida. Nuestros sufrimientos, aunque nunca deseables en sí mismos, siempre apuntan hacia posibilidades trascendentes, si es que no los rehuimos por miedo.
El padre Tadeusz Pacholczyk desempeña como director de Educación en el Centro Nacional Católico de Bioética en Filadelfia. The National Catholic Bioethics Center: www.ncbcenter.org. Traducción: María Elena Rodríguez.
PREVIOUS: La medida mínima de la caridad
NEXT: Local Catholics frame response to immigration challenges
Share this story