Homilía del cardenal Justin Rigali
Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe
Catedral Basílica de los Santos Pedro y Pablo
12 de diciembre del 2010

Queridos amigos en Cristo:

Estoy encantado de estar con ustedes cuando celebramos la festividad de Nuestra Señora de Guadalupe. Aclamada como la «Reina de México» y la «Emperatriz de las Américas», Nuestra Señora desea establecer en nuestros corazones el reinado eterno de Cristo, su Hijo. La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, que ahora adorna nuestra catedral, nos recuerda cómo, en todas partes de las Américas, estamos unidos en la veneración a la Santísima Virgen María y cómo disfrutamos del consuelo de su intercesión y protección.

Hoy, conmemoramos la aparición de la Santísima e Inmaculada Virgen María a san Juan Diego, nativo de México, un hombre humilde y pobre que abrazó la fe católica. Aunque los acontecimientos de la aparición ocurrieron en 1531, ellos siguen infundiendo dentro de nosotros un sentido profundo de la cercanía de la Madre de Dios, que viene a nosotros con luz y paz. La versión de la aparición, atesorada en la historia de las Américas, es la primera piedra sobre la cual la evangelización del Nuevo Mundo fue construida. La historia de la colonización del Nuevo Mundo a veces relata momentos de opresión e injusticia hacia los pueblos nativos. Sin embargo, a pesar de estos momentos oscuros, la luz del Evangelio brilló a través y trajo a los pueblos del Nuevo Mundo la esperanza y la libertad revelada en Cristo Jesús.

Al principio de este período volátil de la colonización, la aparición de la Santísima Virgen a Juan Diego en el monte de Tepeyac atrajo a muchos miles para abrazar la fe católica y reconocer, en nuestra santa fe, el amor misericordioso de Dios, la salvación en Cristo Jesús, y la intercesión compasiva constante de la Santa Madre de Dios. La presencia de María siempre señala a y nos lleva a Jesús.

La Liturgia de la Palabra despierta en nosotros un sentido de este misterio. San Lucas el evangelista, nos provee una privilegiada breve visión de la visita de la Santísima Virgen María a su prima Isabel. Llena de la presencia spanina de la Palabra Hecha Carne en su vientre, María se fue con prontitud a la región montañosa de Judá a fin de compartir la Buena Nueva con Isabel y de asistir a Isabel en su propio tiempo del embarazo. La joven Virgen de Nazaret descrita por san Lucas es la misma Virgen que llegó al cerro de Tepeyac. Ella llevó a Juan Diego el mensaje de amor y una misión de urgencia. A Juan Diego, Nuestra Señora le dijo: «Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen» (Liturgia de las Horas, oficio de Lectura, día 12 de diciembre).

Como sabemos, cuando Juan Diego relató la petición al obispo Juan de Zumarraga, el obispo de México, no le creyeron. Debemos estar agradecidos, sin embargo, por aquel momento de duda de parte del obispo, ya que a fin de disipar la duda, Nuestra Señora proporcionó hermosas y abundantes rosas y, sobre la tilma de Juan Diego, ella trazó su imagen hermosa y milagrosa. Durante casi quinientos años, esta imagen ha traído esperanza al oprimido, alegría al afligido, consuelo al preocupado, y fe a millones.

El Libro de Apocalipsis describe la visión de «…la mujer vestida del sol…» así como la enemistad entre la mujer y el dragón-el Satanás que espera destruir a los niños de Dios. Esta enemistad, con sus orígenes en la Caída de nuestros primeros padres descrita en el Libro de Génesis, fue explicada por el venerable Juan Pablo II. Nuestro querido y fallecido Santo Padre escribió: «María, Madre del Verbo Encarnado, está situada en el centro mismo de aquella “enemistad”, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación (Redemptoris Mater, 11). Por lo tanto, en la tarea de evangelización, la Virgen Madre de Dios acompaña a la Iglesia en la destrucción del poder de Satán, en desarraigar ídolos, y en establecer firmemente en los corazones de hombres y mujeres la verdad de Jesucristo. En México en los tiempos de Juan Diego, por la proclamación del Evangelio, los misioneros vencieron religiones paganas y prácticas-incluso un culto que exigía sacrificios humanos a un ídolo de serpiente. Cuando la fe católica fue plantada tan recientemente, el milagro en Tepeyac despertó un deseo ardiente de la fe y una devoción afectuosa a la Madre de Dios. La historia nos dice que, en la década después de la aparición, ocho millones de personas nativas fueron bautizados.

La milagrosa imagen en la tilma muestra a la Santísima Virgen con las características y el vestuario de una princesa azteca. Nuestra Señora, adornada con cada virtud y radiante con la luz del cielo, llegó a Juan Diego en un atuendo que él podría reconocer y con rasgos a los que se podría relacionar el humilde hombre. La visión le dio una confianza renovada en la misión que le fue confiada. A pesar de que Juan Diego se consideraba inadecuado para la tarea, nuestra Señora lo tranquilizó y, consolado por su aliento, Juan Diego se apresuró a llevar el mensaje al obispo.

En nuestros propios días, nos enfrentamos a la tarea de la Nueva Evangelización llamada por Juan Pablo II y confirmada por el papa Benedicto XVI. En nuestra cultura, manchada por el pecado, dañada por la violencia en contra de la dignidad de la vida humana y la santidad del matrimonio, corrupta por la pornografía, y devastada por el abuso físico y de substancias, somos enviados a insertar el mensaje del Evangelio, el amor transformador de Jesucristo. La gente de nuestro tiempo busca alivio y escape a través de tantos atractivos falsos. Pero es, sólo en Jesús que encontramos nuestro verdadero refugio, nuestra paz. Como miembros de la Iglesia, nuestra misión es llevar el amor de Jesús y, en esta tarea, contamos con la ayuda constante de la Santísima Virgen.

Hoy amigos, querido, al contemplar la imagen milagrosa de la Virgen de Guadalupe, estampada en la tosca tilma de Juan Diego y grabada profundamente en nuestros corazones, roguemos para ser agentes más activos en la misión de la Iglesia de la Nueva Evangelización. No hay mayor poder en el mundo que el amor de Jesús. No hay fuerza para el mal que pueda superar el Evangelio de Jesús. En 1970 en su mensaje al pueblo de México, el papa Pablo VI recordó a todos nosotros: «Ver en cada persona . . . un hermano o hermana en Cristo -de tal manera que el amor de Dios y el amor al prójimo se constituyen en el mismo amor, vivo y operante, que es lo único que puede redimir las miserias del mundo, renovando en su raíz más profunda, el corazón humano . . . . Y todos ustedes, sientan la obligación de unirse fraternalmente a fin de ayudar a forjar este nuevo mundo a la que aspira la raza humana. Esto es lo que la Virgen de Guadalupe les pide hoy en día, esta fidelidad al Evangelio, de la que supo ser el ejemplo más eminente» (18 de octubre de 1970).

La transformación de los corazones humanos es la misión de la Iglesia. Es el deseo de nuestro Señor que nosotros-cada uno-participe en la tarea de dar testimonio del amor transformador de Cristo viviendo en caridad. El papa Benedicto XVI pone ante nosotros el ejemplo de María, quien «Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios» (Deus Caritas Est, 41). Debemos nosotros hacer lo mismo.

Equipados con el amor y la verdad de Jesús, no podemos fracasar en nuestra tarea, sabiendo que, en cada momento, estamos siendo animados por nuestra señora. Como en el Tepeyac María habló con Juan Diego, así nos exhorta ella: «…que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás por ventura en mi regazo? Tú eres mi embajador muy digno de confianza» (Liturgia de las Horas, oficio de lectura, el 12 de diciembre). Amén.