El compromiso de los católicos a la dignidad de los inmigrantes proviene de exactamente las mismas raíces que nuestro compromiso con la dignidad del niño aún no nacido. Cualquier católico que verdaderamente entiende su fe sabe que el derecho a la vida precede y crea la base para todos los demás derechos humanos. No hay manera de evitar la prioridad de ese derecho fundamental a la vida. Pero ser «provida» también significa que tenemos que hacer leyes y políticas sociales que atienden a las personas ya nacidas que nadie va a defender.
Alrededor de Estados Unidos en estos momentos, empleamos una subclase permanente de seres humanos que construyen nuestras carreteras, recogen nuestras frutas, limpian nuestras habitaciones en los hoteles, y cuidan de nuestros jardines.
La mayoría de estos hombres y mujeres, al igual que millones de inmigrantes antes que ellos, respetan nuestras leyes y simplemente desean una vida mejor para sus familias. Muchos tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses, o que han estado en Estados Unidos tanto tiempo que no conocen ninguna otra patria; pero viven en un limbo legal. Son importantes para nuestra economía, pero no cuentan con suficientes protecciones legales, y en los últimos años muchas familias han sido separadas debido a las detenciones y las deportaciones.
Tenemos que recordar que la forma en que tratamos a los débiles, a los enfermos, a los ancianos, a los niños no nacidos y al extranjero se refleja en nuestra propia humanidad. Nos convertimos en lo que hacemos, para bien o para mal. La Iglesia católica respeta la ley, incluyendo la ley de inmigración. Respetamos a los hombres y mujeres que tienen la difícil tarea de hacerla cumplir. No alentamos o asistimos a nadie a violar la ley. Creemos que los estadounidenses tienen derecho a instituciones públicas solventes, fronteras seguras y una regulación ordenada de la inmigración.
Al mismo tiempo, no podemos ignorar a las personas en necesidad, y no debemos permanecer en silencio acerca de las leyes que no funcionan ─o que, en su «aplicación», crean contradicciones imposibles y sufrimientos. A pesar de toda la acalorada discusión pública durante la última década, los estadounidenses todavía se encuentran atrapados en un sistema de inmigración que no sirve a nadie adecuadamente.
Necesitamos urgentemente el tipo de reforma migratoria que se ocupará de nuestras necesidades económicas y de la seguridad, pero que también regularice la situación de los muchos inmigrantes indocumentados decentes que ayudan a que nuestra sociedad crezca. El Congreso y el presidente, a pesar de sus serias diferencias, tienen una oportunidad en los próximos meses de actuar justamente para resolver este problema. La legislación podría comenzar a moverse en el Congreso ya en esta primavera.
Los obispos de Estados Unidos han sugerido al menos cinco elementos claves necesarios para cualquier reforma seria: (1) un camino hacia la ciudadanía para los indocumentados, (2) la preservación y mejora de la unidad familiar, basada en la unión de esposo y esposa y sus hijos, (3) la creación de canales legales para los trabajadores no cualificados para entrar y trabajar legalmente en este país, (4) el derecho al juicio justo para los inmigrantes, y (5) la atención constructiva a las causas profundas de la migración, como son las dificultades económica, la represión política o la persecución religiosa en los países de origen
No menos de 11 millones de personas indocumentadas ahora viven y trabajan en nuestra nación; no podemos evitar verlos. Los católicos de buena voluntad pueden discrepar legítimamente en el mejor modo de alcanzar justicia en la inmigración. En una edad de terrorismo y violencia organizada a consecuencia de las drogas, la seguridad pública es una apremiante y comprensible preocupación.
Existen también los escollos y las agendas inútiles en algunos elementos del debate de inmigración que necesitan un diálogo cuidadoso. Pero de nuevo, no podemos continuar simplemente con la postura y el retraso en el tratamiento de un asunto que afecta a tantas vidas.
Nos convertimos en lo que hacemos, para bien o para mal. Si actuamos y hablamos como racistas, es en esto en lo que nos convertimos. Si actuamos con justicia, inteligencia, sentido común y misericordia, entonces nos convertimos en algo muy diferente: Nos convertimos en el pueblo y la nación que Dios quiere que seamos. La crisis crónica de inmigración de nuestro país es una prueba a nuestra humanidad. Si pasamos esta prueba o no, depende totalmente de nosotros.
Es por eso que la comunidad católica debe involucrarse en el tema de la reforma migratoria tan prudente y desinteresadamente como sea posible ─no mañana o la próxima semana, sino ahora. El futuro de nuestro país depende de ello
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Para tener acceso a la campaña «Justicia para los inmigrantes», de los obispos católicos de U.S.A., presione: JusticeforImmigrants.org
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