“Si se le llama cola a una pata, ¿cuántas patas tiene una vaca? Cuatro, porque llamar cola a una pata no hace que la pata se convierta en cola”. Esto lo dijo Abraham Lincoln, demostrando con ello que tenía un conocimiento mayor sobre la realidad de las cosas que muchas de las personas que forman parte de nuestra cultura de hoy, incluyendo a no pocos graduados de la Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard, y, posiblemente incluso, a una mayoría de los magistrados de la Corte Suprema, si se diera el caso de que decidieran revocar DOMA y la Proposición 8 de California, e imponer así, efectivamente, el “matrimonio del mismo sexo” en el país.
“El matrimonio del mismo sexo” se ha promovido como una causa de la igualdad, con el fin de proporcionar a las parejas homosexuales los mismos beneficios que se han dado, históricamente, a las parejas heterosexuales casadas. Se alega que no darles estos beneficios es discriminatorio. Por supuesto, como ciudadanos de mentalidad justa, defendemos la noción de que a nadie se le debe negar un trabajo o una vivienda; de que nadie debe ser sometido a acoso o intimidación por causa de su aparente orientación sexual. Debemos oponernos a cualquiera y a todas las formas de discriminación injusta.
Pero que el Estado reconozca y favorezca el matrimonio entre un hombre y una mujer como un hecho natural enraizado en la procreación y la diferencia sexual, no es de ninguna manera injusto para las parejas homosexuales, más de lo que es injusto para las parejas heterosexuales que cohabitan sin los beneficios legales y las protecciones de un matrimonio civil.
El estado ha proporcionado durante mucho tiempo beneficios y concesiones para alentar o recompensar los comportamientos que sirven al bien común de la sociedad. Por ejemplo, las empresas reciben regularmente exenciones de impuestos si crean más puestos de trabajo en un área en particular, y los veteranos que regresan reciben beneficios que no reciben quienes no sirven en las fuerzas armadas.
El Estado, al reconocer históricamente la concepción tradicional de la institución del matrimonio como una unión entre un hombre y una mujer, lo hace para fomentar y apoyar, como política social, los matrimonios heterosexuales, porque este tipo de matrimonios le ofrece, de la mejor manera, las condiciones óptimas para la crianza de las futuras generaciones de sus ciudadanos.
Y toda investigación social honesta, así como las evidencias de la vida práctica, demuestran que los hijos son mucho más propensos a ser bien criados por una madre y un padre que estén casados entre sí. Señalar este hecho no significa, de ninguna manera, que se desea desacreditar a aquellos padres ni, en ocasiones, a aquellos abuelos que, con grandes sacrificios, crían a sus hijos en situaciones alternativas. Todos ellos necesitan y merecen nuestro apoyo.
Pero, desde hace milenios, el matrimonio entre un hombre y una mujer ha sido la promoción de lo que los científicos sociales llaman el “altruismo familiar”; es decir, se trata de lo que es mejor para los niños. Sólo en el matrimonio entre un hombre y una mujer pueden “dos convertirse en una sola carne” (cf. Gén 2, 24) y así crear una sociedad conyugal —o una familia—, lo que establece que las personas que dan vida a los hijos deben ser quienes los críen dentro de una relación de lazos firmes y duraderos.
La presión a favor del llamado matrimonio del mismo sexo, si prevalece, cambiará esto de manera fundamental —y, al hacerlo, abrirá una caja de Pandora de consecuencias imprevistas y, para decirlo claramente, no deseadas, tal como la tolerante legislación sobre el divorcio sin causal lo hizo hace 40 años.
En lugar de ver la institución del matrimonio como una expresión de la complementariedad de la diferencia sexual entre un hombre y una mujer, ordenada para la crianza de los hijos, los defensores del llamado matrimonio entre personas del mismo sexo, redefinirían ahora el matrimonio para todas las personas como una institución existente sólo para la satisfacción entre dos (¿y por qué sólo entre dos?) adultos de mutuo acuerdo.
La Iglesia Católica enseña que, aunque los actos homosexuales son un pecado grave, el sentir atracción hacia el mismo sexo, en sí no lo es. La Iglesia llama a los homosexuales y a los heterosexuales a practicar la castidad, la virtud por medio de la cual una persona aprende a gobernar sus pasiones, en vez de ser dominada por ellas.
Pero, ciertamente, la sociedad puede tolerar —y en los últimos años ha llegado a hacerlo— lo que los adultos pueden hacer, de mutuo acuerdo, en la intimidad de sus dormitorios. Ya no se considera dentro del ámbito de la competencia del Estado el castigar lo que antes se llamaba la fornicación y la sodomía. Pero el Estado tampoco debe inmiscuirse en la redefinición del matrimonio.
Como institución, el matrimonio precede a la Iglesia y el Estado: aunque, sin dudas, ambos pueden regular el matrimonio dentro de sus propias esferas, ninguno tiene la autoridad para crear el significado del matrimonio. Ese significado se fundamenta en la realidad de las cosas, en la realidad del orden creado.
Los magistrados de la Corte Suprema harían bien en recordar el aforismo de Lincoln: aunque le demos a una cola el nombre de pata, seguirá siendo una cola. Llamar matrimonio a la satisfacción sexual mutua de las parejas del mismo sexo, no hará de eso un matrimonio.
Arzobispo Thomas Wenski
Arzobispo de Miami
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