Columna semanal del arzobispo Charles J. Chaput, O.F.M.Cap.
11 de julio del 2013
En unos meses vamos a cerrar el Año de la Fe que comenzó bajo el papa Benedicto XVI y puesto de relieve tan bien en la primera encíclica del papa Francisco, Lumen Fidei. El año pasado– de hecho, en cada año, según la Santa Sede– más de 100.000 cristianos son asesinados en todo el mundo por motivos relacionados con su fe. Ése es el verdadero costo del discipulado. Ésa es una medida de carácter heroico.
He hablado muchas veces sobre la importancia de la libertad religiosa y la necesidad de todos nosotros de activamente dar testimonio de nuestra fe cristiana, no sólo en nuestras vidas privadas, sino también en la arena pública. El sacrificio de los cristianos en otros países, que escriben su testimonio del Evangelio en su propia sangre, nos obliga a todos a vivir nuestra fe con celo, resistencia, valor y esperanza y a comenzar cada día anclando nuestros corazones y nuestras acciones en la sabiduría de la Iglesia.
Nada es más convincente que un buen hombre o una buena mujer, en tiempos funestos. La sabiduría es la búsqueda de la verdad, el derecho y la permanencia. En el testimonio de la Escritura y el testimonio de la Iglesia, todas estas cosas encuentran su origen en Dios, y en ninguna otra parte más que en Dios.
Génesis relata la historia de la torre de Babel (11:1-9), y lleva una lección útil. El orgullo de los hombres que buscan «hacerse de un nombre (para ellos mismos)» y construir una torre hasta el cielo lleva a Dios a confundir la lengua del hombre y a dispersar la humanidad. Pero creo que Dios intervino en Babel no para castigar al hombre, sino para salvar a la humanidad de sí misma. En el pasaje de la Biblia, Dios dice, «Si ésta es la primera obra que realizan, nada de lo que se propongan hacer les resultará imposible, mientras formen un solo pueblo y todos hablen la misma lengua».
En una época de genética, neurociencia y nanotecnología; una época de arrogancia política; una época que se niega a reconocer el propósito de la sexualidad humana, o incluso que el hombre mismo tiene una identidad inherente, libre albedrío o naturaleza, esas palabras de la Escritura deben causar que cada uno de nosotros haga una pausa.
En su gran obra, La ciudad de Dios, san Agustín creó un retrato del mundo dividido en dos ciudades ─la ciudad de Dios, con su vista puesta en el cielo, y la ciudad del hombre arraigado en el orgullo y el pecado. La vida consiste en la elección de una u otra. Es una opción que no podemos evitar; y cada uno de nosotros enfrenta esa opción aquí, hoy, ahora. La sabiduría que la Iglesia ofrece al mundo es para los humildes, no para los orgullosos, y es la única sabiduría que cuenta: el camino a la salvación.
Pero esta salvación no es una filosofía o una ideología, una idea o ideales. Nadie puede «amar» una idea, y sin embargo, el corazón de la verdadera sabiduría es la capacidad y voluntad de amar. Agustín dice que toda la sabiduría en el Antiguo Testamento se hace literalmente carne en el Nuevo testamento. La razón es simple. Jesucristo es la Palabra de Dios ─la Sabiduría de Dios─ Dios como amor encarnado. Jesús dice, «Yo soy el pan de vida». Él dice, «Yo soy el camino, la verdad y la vida».
Nadie puede amar una idea. Pero podemos amar y ser amados por Jesucristo. Podemos encontrar y ser recibidos por el Hijo de Dios. La verdad, el derecho y la permanencia se encuentran en un Hombre. Nuestra tarea es seguirlo, no importa lo que cueste, y guiar a otros a hacer lo mismo.
La columna de esta semana es un extracto de Wisdom. Christian Witness and the Year of Faith, palabras del arzobispo Chaput pronunciadas en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, Washington, D.C., el 8 de julio.
PREVIOUS: Con vistas al informe financiero arquidiocesano
NEXT: Seguridad, reforma migratoria y dignidad humana
Share this story