Archbishop Charles J. Chaput

En pocos días –el domingo 27 de abril– domingo de la Divina Misericordia, el papa Francisco  canonizará a dos de los más grandes líderes religiosos en muchas décadas: el beato papa Juan XXIII y beato papa Juan Pablo II. Es un buen momento para hacer una pausa y reflexionar sobre cada uno.

Elegido en octubre de 1958 a la edad de 77 años, el papa Juan XXIII (nacido Angelo Roncalli) fue muy diferente de su predecesor, Pío XII. Juan XXIII provenía del campesinado italiano, y en lugar de formalidad papal irradiaba humor y calidez. Fue Juan XXIII quien, al preguntarle un entrevistador cuántas personas trabajaban en el Vaticano, bromeó «aproximadamente la mitad».  Por supuesto, él podía también ordenar, como lo hizo en abril de 1959 cuando prohibió a los católicos votar por partidos que apoyan el comunismo. También fue distinguido como «justo entre las naciones» por Yad Vashem –memorial oficial de Israel para las víctimas del Holocausto– por su ayuda en salvar a los judíos como un nuncio papal durante la segunda guerra mundial. Y él no tenía un pelo de tonto, como su propia Curia aprendió pronto.

Mucha gente asumió que Juan XXIII serviría para llenar el espacio en espera de un papa más joven; pero menos de tres meses después de su elección, en enero de 1959, convocó un nuevo concilio ecuménico, el primero en casi un siglo. Vivió para abrir el Concilio Vaticano II en 1962 pero no para cerrarlo, muriendo en 1963 sólo dos meses después de lanzar su encíclica Pacem in Terris («Paz en la Tierra»). Pero en los breves cinco años que se desempeñó como obispo de Roma, Juan XXIII realizó una revolución, cambiando el ministerio papal de un principito medieval a un buen pastor, y de un señor del castillo al verdadero significado de pontifex -«constructor de puentes».

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No podemos entender el Concilio Vaticano II sin captar el espíritu del papa que lo convocó. Juan XXIII fue un hombre de inusual habilidad pastoral. Estaba atento a las inquietudes de los demás.  Tenía un fuerte sentido de justicia social. Él vio la maldad de la carrera de armamentos; respetó los logros del mundo moderno; como un ex diplomático del Vaticano, fue también un globalista.  Él entendía el sufrimiento de la gente en los países en desarrollo; la prioridad de los pobres; y la misión de la fe católica a todas las personas, en todas las culturas, en todas las edades.

Y sin embargo él tamizó todas estas preocupaciones a través de un corazón formado por su lema episcopal: «paz y obediencia». Juan XXIII nunca vio la Iglesia como un problema que necesita arreglos o como una corporación en guerra civil con su alma; la iglesia católica era una realidad, una unidad íntimamente personal resumida en su gran encíclica Mater et Magistra, publicada un año antes del concilio: «Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal por Jesucristo para que, en el transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud de una vida más excelente, todos cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su abrazo. Ella es la “columna y fundamento de la verdad”(1Tim 3,15)…»

Charles de Foucauld escribió una vez que la obediencia es el criterio del amor. Al papa Juan XXIII, le hubiera sido imposible imaginar cualquier amor a la Iglesia que pretendiera expresarse como desobediencia a su enseñanza.

¿Y qué del papa Juan Pablo II (nacido Karol Wojtyla) –ya conocido como «el Gran»?

El papa Juan Pablo murió durante la Semana Santa, estación en el corazón de nuestra fe, hace nueve años. Vio de una manera única y poderosa que el secreto del amor cristiano es la experiencia de la divina misericordia recibida a través de la Cruz. La misericordia es el amor que va más allá de la justicia. La justicia sola no puede salvar a nadie. Si la justicia de Dios fuera como la justicia humana, todos estaríamos condenados, porque todos somos pecadores. Estamos atrapados en una telaraña de pecados uno contra el otro, y no podemos corregir eso exigiendo que lo que reclamamos es ‘justo’, porque alguien más acertadamente puede juzgarnos de la misma manera que juzgamos a los demás.

La misericordia era un principio fundamental en el pontificado del papa Juan Pablo. De hecho, el domingo de la Divina Misericordia existe en el calendario universal de la Iglesia porque Juan Pablo II lo colocó allí. La misericordia es el corazón de su segunda encíclica, Dives in Misericordia («Rico en misericordia»), que hace hincapié en la necesidad de perdonar y pedir perdón. La verdadera justicia, la justicia de Dios, fluye de la misericordia. La misericordia es una expresión de la paternidad de Dios, de su grandeza, que tiene el poder de perdonarnos libremente y está más allá del entendimiento natural. Solamente cuando perdonamos y mostramos misericordia a los demás podemos contar con la misma misericordia por nosotros mismos

Después de su muerte, unas 600.000 personas desfilaron por el féretro de Juan Pablo II en el primer día de luto oficial; más de 1,4 millones vieron el cuerpo antes de que él fuera sepultado; casi 3 millones de personas viajaron a Roma para el funeral. ¿Por qué despertó tal emoción? Obviamente, estaba profundamente amado y respetado y no sólo por los católicos. Pero él también incorporó ciertas cualidades en las que todos nosotros instintivamente tenemos ansias de creer: que una vida puede hacer una diferencia; que la belleza y la bondad son más poderosas que la maldad y la muerte; que existe un propósito para nuestras vidas más allá de nosotros mismos; y porque estamos todos creados por el mismo Dios, lo que compartimos en común es más importante que lo que nos divide.

Karol Wojtyla sobrevivió dos ideologías asesinas –el nazismo y el comunismo; pero él era igualmente crítico de la avaricia occidental, el egoísmo y el desprecio por los pobres y los por nacer. Él era un trabajador de canteras, actor, poeta, deportista, dramaturgo, sacerdote y filósofo, e hizo todas estas cosas bien. Él demostró por su vida las palabras de san Ireneo: que «la gloria de Dios es el hombre totalmente vivo».

En una época de determinismo—llena de una desalmada explicación tras de otra, económica, histórica, científica, de la persona humana— no había rastro de fatalismo en el hombre. Para Karol Wojtyla, no había nada predeterminado excepto la soberanía de Dios y la victoria final; el resto depende de nosotros. Tenemos la libertad para ayudar a Dios a formar el mundo; y esa libertad refleja y refuerza la dignidad de la persona humana.

No tengas miedo. Esas palabras de Juan Pablo II suenan tan ciertas hoy en su silencio como sonaron de sus labios en la noche de su elección. Karol Wojtyla encarnaba la esperanza en una época con tan poca de ella, y por él, el mundo es diferente. Y también nosotros.

Que Dios nos conceda la capacidad de aprender del testimonio de estos dos grandes santos –papa Juan XXIII y papa Juan Pablo II– y llevemos adelante su discipulado con el ejemplo de nuestras propias vidas.