Ahora que el otoño ha llegado, Connecticut está en temporada de decrecer. El sol brilla pero es débil; el cielo brinda un azul profundo pero no dura; el jardín pasa de verde a amarillo. Una vecina trabajando en su patio comenta sobre la belleza del día, luego añade: “Pero el invierno ya viene”.
La fuga del tiempo, el paso de nuestra vida, dominan nuestros pensamientos. Nosotros que hemos vivido muchos años vemos lo tanto que hemos perdido: ya no podemos correr o caminar rápido, ver o oír tan bien como antes, o hacer todo lo que hacíamos sin gran esfuerzo. Es el otoño de la vida.
Así es que rezamos más que antes. Mi hermano Ray, un maestro por cuatro décadas, reza su rosario y asiste la Misa diariamente. Explica, “Tengo que estar preparándome para mi examen final”.
Así es que nos preparamos, empacando la maleta, para viajar a nuestro verdadero hogar. ¿Si tuviéramos la opción, cuál sería el puerto de embarcación de nuestro viaje al más allá? En ese respeto, Roger Cohen, uno de mis favoritos columnistas del periódico The New York Times, escribe sobre un ensayo escrito por James Wood en La Reseña de Libros de Londres. Wood le pregunta a su compatriota inglés Christopher Hitchens, los dos residentes de muchos años en Estados Unidos, donde iría si le quedaran sólo unas semanas de vida. ¿Se quedaría en América? Hitchens, mucho antes de que le diagnosticaran una enfermedad terminal, dijo que iría a Dartmoor, el paisaje de su juventud en Inglaterra.
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Cohen explica que para todos ese es el paisaje “del mundo en su belleza embebido antes de ser comprendido, de dibujos y sonidos que se graban en algún lugar indeleble en el psique y nos llaman a través de los años”. La mayoria de nosotros ya no vive allí.
Por eso, Wood explora una forma contemporánea de carencia de hogar: “vidas vividas sin la finalidad de exilio pero también sin la familiaridad de hogar”. Es el sentido de no ser adecuado, de ansiedad de no pertenecer, que Cohen llama la angustia de desplazo.
Esta es la condición humana general, particularmente entre inmigrantes y ciudadanos latinos con historia de siglos viviendo en lo que hoy es Estados Unidos quienes en varias épocas han sufrido rechazo en su propio país.
Pero distinto a los indocumentados que no pueden volver a su patria por miedo de no poder regresar, algunos de nosotros ciudadanos de nacimiento tenemos nuestro refugio. Para mi ese refugio es Nuevo México, donde siempre los hispanos hemos sido aceptados mejor que en cualquier otro lugar de este pais. Es nuestra metáfora, como si nos imaginaramos el cielo.
Por esa razón, mi padre, quien llevo a su familia a Brighton, Colorado a vivir, desde la cordillera de Sangre de Cristo, siempre decía que un día iba a regresar, anhelo que no lo realizara.
Por eso también, las últimas palabras de mi madre al morir fueron, “Hoy me voy a Nuevo México”. Ambos sabían que en Nuevo México no habría ansiedad de ser aceptados. Plena aceptación, la fe nos asegura, recibiremos en nuestro hogar eterno.
No obstante, ahora vivimos con lo que Wood llama un sentido de “después”, frase que Wood le presta a Sigmund Freud. Cohen cita a Wood: “Pensar del hogar y del salir del hogar, y de no volver y no sentirse capaz de volver, eso crea un sentido extraordinario de (lo que significa) después”.
Por eso es que las clínicas de reposo y los hospicios son sitios de tanta soledad, los últimos lugares que cualquier persona ve como escena adecuada para morir. Todo el mundo anhela despedirse de este mundo en su casa, aunque sólo sea una humilde choza en el barrio.
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