Hace uno años, Emma Gómez, una gran amiga me preguntó: ¿“ Qué haces para el dolor”? Como ella empieza cada día con la Misa e Eucaristía, pensé que quería saber si yo oraba por mi dolores y se los ofrecía a Dios. Pero ella quería saber que tipo de píldoras tomaba, y no le pude ayudar. Soy de las personas que si es posible, soportó el dolor en vez de tomar una píldora.
Pensé sobre ese intercambio al reflexionar sobre una propuesta ante la legislatura de Connecticut a la que sus partidarios le llaman “ayuda para morir” y sus adversarios, que incluyen la Iglesia Católica, le llaman “ayuda al suicidio”.
No me sorprende que hemos llegado a esta etapa. Tenemos una pastilla para cualquier incomodidad: dolor de cabeza, de músculos, piernas inquietas, coyunturas rígidas, dolor de diabetes en los nervios de los pies, insomnio, depresión y un número de otros malestares.
Cualquier disfunción del cuerpo que experimentemos tiene su píldora, producida por una industria farmacéutica realizando tremenda ganancia. Además, tenemos alcohol e infinidad de drogas, algunas legales, otras no, utilizadas para enfrentar las tensiones de la vida.
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Y cuando la muerte se acerca, tenemos medicamentos para ayudarnos a soportar la agonía, ya no con esperanza de sanar sino para ayudarnos a aguantar, una respuesta compasiva al sufrimiento.
Ahora en Connecticut, como en tres otros estados, podríamos llegar a tener una píldora para acabar con la vida a la hora que optemos. La legislación permitiría a un médico recetar al paciente “un medicamento que pueda ingerir”, si el paciente, estando sano mentalmente y con expectativa de vivir no más de seis meses, decidiera acabar con su vida. Los partidarios describen el proceso como una “opción compasiva”. Yo pienso que tal ley sería un equívoco enorme.
Hace 40 años, me en encontré una situación parecida. Estaba críticamente enfermo con los efectos de un absceso de amebas en el hígado. Se reventó y lleno el saco de mi corazón con inflamación. Casi nadie sobrevive. Durante las semanas que pasé en la sala de cuidado intensivo en el Hospital Lenox Hill en Manhattan, todo el personal médico me animaba.
En particular recuerdo a una enfermera quien se dedicó a cuidarme. Era irlandesa, quizás de 35 años, con cuerpo robusto. Ella tenía una belleza de espíritu que jamás olvidaré. Venía a mi cama diariamente. Inmediatamente captando si me sentía deprimido, me cogía la mano y me animaba.
Mi peso había disminuido a 90 libras. Estaba tan débil que casi no me podía poner de pie. Pero cada día ella me convencía que me levantara y con su brazo fuerte soportándome, me sacaba al pasillo a caminar, cada día más.
Un viernes por la tarde me dijo: “Descanso este fin de semana. Quiero que me prometas que vas a estar aquí cuando regrese el lunes”. Le prometí porque no quería desanimarla. Me pesa que ya no recuerdo su nombre.
Esa enfermera y todos los que me asistieron cumplieron con lo que yo considero las unicas funciones del cuidado médico: salvar y nutrir la vida. A pesar de que se vea seductivo tener la opción de escoger el momento de morir, es un rio que no debemos cruzar: existen demasiadas posibilidades para abuso. Y peor, sería un hecho gravemente inmoral. Degradaría la vida. ¿Qué significa vivir plenamente, evitar el dolor o utilizarlo para aprender y crecer espiritualmente?
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