La columna de esta semana se ha adaptado de observaciones del arzobispo Chaput en el Seminario San Carlos Borromeo «Foro del cardenal», – Noche del martes 25 de agosto.
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Permítanme comenzar con una historia. Un matrimonio amigo asistió a la misa este pasado fin de semana en una diócesis cercana; el celebrante era un sacerdote misionero visitante de América Latina; y la segunda lectura era Efesios 5:21-32: «Que la esposa, pues, se someta a su marido en todo […]. Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella […] y la hizo santa».
Se puede adivinar dónde va esto. Antes de que la lectora hablara, el sacerdote la interrumpió públicamente y explicó que esto era un pasaje obsoleto; debe ser ignorado por el oyente moderno; y «nadie debe estar subordinado a nadie».
Ahora, podemos entender por qué un misionero puede sentir la necesidad de hacer eso. El machismo en algunos países latinos y en otros lugares, puede ser feo e incluso violento. Pero la respuesta correcta para ese pecado no es editar la Palabra de Dios, sino predicarla plenamente y enseñarla correctamente. El pasaje de Efesios es absolutamente central para entender la familia cristiana.
La naturaleza de una familia cristiana saludable es el liderazgo compartido y la subordinación mutua —pero la responsabilidad tiene que recaer en alguien, y en el Evangelio, la máxima responsabilidad para la protección y sostenimiento de una familia cae primero en el hombre. Y no es una licencia para el poder masculino, sino una llamada al sacrificio y la obediencia a las necesidades de la esposa e hijos. Un matrimonio cristiano implica igualdad de dignidad de los cónyuges, pero diferencia en sus funciones. No somos seres autónomos; Dios nos hizo —muy sabiamente— para que nos necesitemos mutuamente.
Esto plantea un problema. Y la razón es simple: nuestro país es el hijo de un matrimonio mixto —religión bíblica e ideales de la Ilustración. Somos una sociedad liberal en la tradición de pensadores europeos como John Locke. La democracia liberal asume la soberanía del individuo. En una sociedad liberal, la libertad se define por el poder máximo del individuo para elegir lo que él o ella quieran y la libertad máxima del individuo de cualquier carga que se pone en el camino de esas decisiones. La historia, la tradición, las Iglesias y las familias imponen obligaciones sobre el individuo; limitan la libertad de acción de la persona; así que en una cultura liberal, ellas pueden fácilmente ser marcadas como enemigas de la libertad y la autorrealización.
Pero una vez más, los estadounidenses son el producto de un matrimonio mixto. Durante la mayor parte de nuestra historia, la moralidad bíblica y una población fuertemente cristiana han refrenado el impulso de un individualismo extremo. Y esto funcionó bastante bien, siempre y cuando la gente creía y realmente practicaba su fe religiosa.
El cristianismo es esencialmente comunitario. Se trata de nosotros como pueblo de Dios en primer lugar —nuestro bienestar compartido y nuestro bien común —y se trata de tú y yo como individuos en segundo lugar. Al decrecer la práctica religiosa, han sucedido dos cosas: el culto a sí mismo ha crecido, y también el poder del Estado. Eso suena como una contradicción, pero no lo es. Los individuos que compiten necesitan ser protegidos unos de otros. A medida que las instituciones mediadoras como las Iglesias y las familias declinan, el Estado se expande para llenar los vacíos. Y porque los individuos están aislados y débiles contra el poder del Estado, la libertad real de una sociedad también disminuye.
Esas palabras «instituciones mediadoras» necesitan una explicación. Instituciones mediadoras son grupos de individuos unidos por creencias compartidas, propósitos, experiencias o historia, o todas estas cosas al mismo tiempo. Y median de dos maneras claves. En primer lugar, siendo una fuente de fortaleza, una especie de escudo y voz común —entre el individuo y el Estado. En segundo lugar, ellas «median» o comunican el significado dentro del grupo.
Una familia le da al individuo una historia y un futuro; lo hace parte de la historia mayor; le enseña lo bueno y lo malo, cómo respetar y cooperar con otros, por qué vivir y por qué morir. Une a las personas con dos pegamentos muy fuertes: sangre y amor. Y hace todo esto como una expresión de la naturaleza inherente de la humanidad, anterior e independiente del Estado. Y es por eso por lo que ciertos tipos de Estados y de ingenieros sociales resienten profundamente la familia tradicional, generalmente en el nombre de «progreso» o «igualdad».
Cuando hablamos de la Iglesia como una institución mediadora en la sociedad, realmente estamos hablando de la Iglesia como una comunidad (o reunión o ecclesia) de familias, que son ellas mismas iglesias domésticas. La familia es la semilla de la Iglesia.
En un padre y una madre, tenemos un eco de la fertilidad y el poder creativo de Dios. La diferencia sexual de hombre/ mujer en el matrimonio no es incidental, y nada puede reemplazarla o duplicarla. Marido y mujer se vuelven uno de una forma que ningún otro tipo de relación puede aproximar. Su unidad de carne es esencial y complementaria. Confirma la «totalidad» de la experiencia humana e identidad.
En la madre, padre y niño, nos encontramos con el signo de la naturaleza misma de Dios —una comunidad de amor; tres en uno; distintas personas dentro de una unidad. Y es en la iglesia doméstica que la persona bautizada se percata de su lugar en la historia mayor del pueblo de Dios, se entera de quién es Dios, toma conciencia de su responsabilidad a otros, y madura en un discípulo y misionero. Las familias fuertes y piadosas hacen una Iglesia fuerte y celosa; las familias débiles hacen lo opuesto.
La catequesis para la Encuentro Mundial de las Familias del 2015 —El amor es nuestra misión—dice todo esto muy bien y con mucha más profundidad de lo que podemos decir aquí. Si no la has leído aún, el texto es realmente un tesoro. Es una gran manera de prepararse para el Congreso de la familia y la visita del Santo Padre. («El amor es nuestra misión: la familia plenamente viva», está a la venta en Our Sunday Visitor).
Por último, cabe señalar que exactamente cuatro meses a partir de hoy es Navidad. Menciono esto por dos razones. En primer lugar, no existe un modelo más fino de vida familiar cristiana que los relatos de los Evangelios de la Sagrada Familia. Y en segundo lugar, en ninguna parte en la Escritura nos encontramos con María, José o Jesús preocupándose sobre la seguridad, el transporte o la logística.
De alguna manera, María y José lograron llegar a Belén y tener un bebé en un establo. De alguna manera, lograron encontrar al Jesús adolescente en el templo. Y de alguna manera, Jesús se las arregló para predicar el Evangelio por todas partes de Judea a pesar de ladrones, bandoleros y demonios —y sin estacionamiento céntrico o incluso un pase de SEPTA.
¿Cuál es la lección? Los filadelfianos tienen una reputación de durabilidad. Nos la hemos ganado. No somos sino determinados y resistentes. Si Dios pudo enviar a su Hijo para salvarnos con su sufrimiento y amor, entonces seguramente podemos soportar un poco de molestias para saludar al pastor que guía a la Iglesia de Dios en la tierra. El Encuentro Mundial de las Familias es un regalo, un regalo puro. Es un momento de gracia para todos nosotros. Y necesitamos estar allí, todos nosotros, para compartir en él y dejar que Dios renueve el espíritu de nuestra ciudad y nuestra Iglesia.
Viene el papa Francisco; estamos en el mes final y contando. Vamos a darle la bienvenida juntos en el centro de la ciudad.
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