La Navidad es temporada de anhelo, cuando reflexionamos sobre la familia y el hogar. Algunos de nosotros, cuando éramos jóvenes y estábamos en la universidad, en las fuerzas armadas o trabajando lejos de nuestros familiares, anticipábamos el abrazo de bienvenida de nuestros padres y hermanos.
La Navidad también trae recuerdos de tradiciones, como la de las posadas, cuando visitábamos a vecinos a quienes a veces escaso saludábamos durante el año en la prisa de nuestros quehaceres.
Por muchos años en nuestra antigua aldea der Croton, Nueva York, nuestros amigos Gaynell y Jim organizaban una Misa en la víspera de Navidad celebrada por un amigo sacerdote. Invitaban a unas 15 o 20 familias, incluso la nuestra. Era la única vez al año que nos reuníamos, pero esa reunión nos daba un fuerte sentido de que perteneciamos.
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La anticipación navideña refleja el anhelo más profundo en nuestro corazón — de algún día llegar a nuestro destino eterno.
Sin embargo, la Navidad también nos urge a preocuparnos por familia en un sentido global. Tomamos conciencia de los desamparados, los que viven solos, los internados en hogares de ancianos, los inmigrantes sin documentos quienes jamás pueden regresar a sus tierras, y, este año, a los cientos de miles de refugiados de Siria peregrinando por toda Europa.
Así es como nuestra tradición de dar regalos va más allá de ayudar a los más necesitados. Las beatitudes nos dirigen a los enfermos, los presos, los hambrientos y a las víctimas de injusticia, entre otros.
Quizás nos damos cuenta de que por el precio de un regalo de unos pocos centavos podemos comprar una vacuna que puede salvar la vida de un niño en un país en vías de desarrollo.
Tristemente, nuestra generosidad desvanece. No obstante, a veces vemos lindos ejemplos. Recientemente, mientras esperaba dentro de un taller, conocí a una mujer que me dijo que a menudo va a la cárcel del condado. Le tiene cariño especial a un joven abandonado por toda su familia. Aunque ella es pobre, dijo que de vez en cuando puede darle al preso algunos dólares para comprar algunos accesorios.
En mi vecindario en Connecticut, la agente de propiedad quien nos ayudó a buscar casa, cuida a un hombre que vive solo y quien sufrió una apoplejía. Aunque todavía trabaja, ella va a la casa de su amigo por una hora o dos cada día para cocinar y limpiar. Lo lleva a hacer compras, a la iglesia y a reuniones con su familia. “Siempre llevo una silla de ruedas en mi auto”, me dijo. Gracias a ella, ese hombre puede sentir que tiene familia.
Recientemente nuestro gobernador, Dannel Malloy, aceptó a una familia de refugiados de Siria, quienes el gobernador de Indiana había rechazado. Indicó que no debemos temer de que un terrorista entre al país en medio de los refugiados.
Recientemente, mi hermano Antonio y yo visitamos a una tía internada en una casa de ancianos. La imagen más viva que nos quedó fue de personas en silencio, en sillas de ruedas en los pasillos aislados. Viven un soledad fuerte, ellos con sus pensamientos. Un hombre me dijo: “No envejezca”.
Mi tía, por supuesto, mostro un gran gusto de vernos, especialmente a mi hermano, a quien no había visto por 25 años. Se nos hizo dificil despedirnos de ella. Me hizo pensar que estas son las personas que tenemos que tener en cuenta durante nuestro viaje de Navidad.
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