La elección ha terminado, ¡gracias a Dios! Ante dos candidatos impopulares, los votantes, en números récord, decidieron hacer de tripas corazón y votar por el candidato que vieron como la opción menos mala. Tanto Clinton como Trump eran candidatos deficientes: ninguno de ellos logró obtener la aprobación de más de la mitad del país. Pero los aspectos negativos de Trump quizás fueron vistos como evidencia de que era un “pecador”, mientras que los aspectos negativos de Clinton apuntaban hacia la verdadera corrupción.
Los estadounidenses pueden tolerar las manifestaciones de la debilidad humana en alguien; pero somos mucho menos tolerantes con aquellos tipos de élites o sistemas establecidos que tratan de manipular el juego. En cualquier caso, los encuestadores y expertos subestimaron la debilidad de Hillary Clinton como candidata del “sistema establecido”, en un momento de creciente ira popular hacia todos los sistemas establecidos.
Como observó el Papa Francisco, no estamos viviendo tanto en una época de cambios como a través del cambio de una época. Debido a esto, los sistemas establecidos o las élites están bajo sospecha, ya sea en el gobierno, en los medios de comunicación o incluso en la religión. El populismo representado por la campaña de Trump tiene paralelos en todo el mundo. El voto de Gran Bretaña para abandonar la Unión Europea (Brexit) y el fracaso del referéndum de paz en Colombia, son dos ejemplos recientes de esa desconfianza populista hacia las élites gobernantes.
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Los demócratas pueden estar culpándose a sí mismos ahora por haber nominado, tal vez, al único candidato que Trump podría haber derrotado. Sin embargo, los demócratas, cada vez más vinculados a la política de las identidades (pro-aborto, pro-gay, etc.), han marginado a su base tradicional de votantes: la clase trabajadora de etnia blanca y las personas de iglesia.
Y, a pesar de su retórica percibida como “neo-nativista”, Trump atrajo a más votantes hispanos que Mitt Romney hace cuatro años. La radical adhesión de Clinton a la agenda de la Planned Parenthood, a favor del aborto por elección hasta el momento mismo del nacimiento, y su perceptible hostilidad o indiferencia hacia las cuestiones relativas a la libertad religiosa, sin duda alguna la perjudicaron entre los católicos y los evangélicos, que son personas de iglesia.
Este ciclo electoral estuvo muy polarizado, y las polémicas carecieron de cortesía por ambas partes. Por lo tanto, los llamados a la unidad y la cooperación emitidos por el Presidente electo Trump, la Sra. Clinton y el Presidente Obama, deben ser bienvenidos por todos. Su fineza es loable y ejemplifica lo mejor del experimento americano en democracia, en el cual la transferencia de poder ocurre pacíficamente.
Sin embargo, hay muchas heridas que sanar y un profundo malestar entre muchos acerca de la dirección que el nuevo presidente puede querer para la nación. Pero, con su victoria, el presidente electo Trump es acreedor a una evaluación y reevaluación sin prejuicios. Como dijo la Sra. Clinton en su discurso de concesión, “le debemos una mente abierta y una oportunidad de liderar”.
La presidencia de Trump representa la oportunidad de traer a la Corte Suprema magistrados originalistas que interpreten la Constitución en lugar de legislar desde el estrado. La legislación desde el estrado nos trajo los dictámenes de Roe vs Wade, Casey vs Planned Parenthood y Obergefell vs Hodges. Una Corte Suprema aún más liberal habría encontrado pronto, sin duda, un “derecho” al suicidio asistido, y habría erosionado aún más la libertad religiosa y el derecho a la objeción de conciencia en nuestra nación.
Los católicos también deben dar la bienvenida al compromiso de Trump de apoyar los derechos de los padres a la elección de escuela para sus hijos. Una interpretación pervertida de la separación entre la Iglesia y el Estado, históricamente arraigada en el prejuicio anticatólico, niega el acceso a la asistencia estatal (o incluso a deducciones fiscales) a los padres que deciden enviar a sus hijos a escuelas católicas. Una agenda para la reforma de la educación que reconozca y apoye las contribuciones de las escuelas católicas, así como que se ocupe de las escuelas públicas deficientes, ayudaría realmente a “hacer que América vuelva a ser grande”.
Pero para “hacer que América vuelva a ser grande”, también necesitamos una reforma inmigratoria integral que proteja nuestras fronteras y al mismo tiempo ofrezca un camino hacia la ciudadanía a los millones de personas que ya viven entre nosotros. Si necesitamos “murallas”, también necesitamos murallas con “puertas”, porque algunos de los “más grandes estadounidenses” han sido inmigrantes o refugiados.
“Hacer que América vuelva a ser grande” significa aprender de los errores del pasado. Hace cien años, después de la Primera Guerra Mundial, los estadounidenses optaron por las restricciones a la inmigración, el proteccionismo y el aislacionismo. Estas políticas ayudaron a conducir a la Gran Depresión, e hicieron que la Segunda Guerra Mundial fuera inevitable.
La gente estaba tan enojada entonces como ahora, especialmente aquellos que se sienten postergados por un mundo cada vez más globalizado. (¿O es que este enojo sólo enmascara los temores de la gente?) En cualquier caso, el enojo debe canalizarse en formas constructivas que unan y no dividan, que curen y no cicatricen, que construyan y no derriben.
El miércoles, después de las elecciones, la Sra. Clinton, el Presidente electo Trump y el Presidente Obama establecieron un tono esperanzador que apela a nuestros mejores ángeles. Esperemos que este tono de civilidad perdure. Porque no vamos a “hacer que América vuelva a ser grande” convirtiéndola en malvada.
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El Arzobispo Thomas Wenski es Arzobispo de Miami. Su columna se publica aquí con permiso de la Arquidiócesis de Miami.
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