Al acercarse mi cumpleaños — casi llego a los fines de los 80 — me sorprende cuantos años he vivido. Durante mi examen físico el año pasado, mi médico me dijo: “Te estás cuidando muy bien. El resto es la herencia.” Soy de una familia que vive muchos años.
Enrique, mi abuelo materno, llegó a los 93 años. Un tío vivió 94. Varias tías y primos vivieron más de 90 años. Mi madre 86. Tres de mis hermanos tienen más de 80 años. Mi primo Celestino, 85. Otro hermano, 77.
Todos todavía trabajamos: escribiendo, enseñando, uno es colmenero, o apicultor, uno es dentista, y otro es ministro apostólico. ¡Es bueno trabajar!
Nuestras largas vidas son raras — podríamos decir milagrosas — dado las condiciones en las cuales vivíamos, en una sociedad campesina sin ninguna de las ventajas de una sociedad moderna. No teníamos electricidad, vehículos motorizados, servicio de agua en las casas, alcantarillado, calefacción, acceso a cuidado médico, o fuente fiable de dinero. Las granjas apenas suplían nuestras necesidades.
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Vivíamos en las estribaciones de la sierra Sangre de Cristo en el norte de Nuevo México. Cultivábamos el suelo árido de una región llamada el alto desierto, y criábamos vacas, borregas, cabras, cerdos y gallinas. Cultivábamos maíz, arvejón, trigo y avena. Al lado de las norias, excavadas por mano, teníamos jardines grandes. Mi abuelo Octaviano también tenía un huerto con árboles de manzana, peras y ciruelas.
Mi padre, el mejor jardinero, cultivaba col, pepinos, zanahorias, nabos y rábanos. Regábamos con agua sacada cubo por cubo con una cuerda y polea de una noria de 15 pies. En el otoño, él vendía parte de la col por manzana que mi mamá empacaba en botellas de vidrio para el invierno.
No obstante, durante el invierno carecíamos de fruta, en especial de frutas cítricas. También a veces no teníamos la plata para comprar papas y teníamos que sustituir zanahorias que mi padre preservaba en un sótano donde sembraba. Pero casi siempre teníamos carne para de nuestro ganado y pollería.
Pero pasamos un invierno cuando se nos acabó la carne. Con un rifle que le prestó mi tío, mi papá fue al bosque y mató un venado grande y así pudimos sobrevivir ese año. A pesar de las dificultades, teníamos más seguridad que un sinnúmero de familias en las ciudades hoy día.
Quizás era porque la vida era más simple entonces. Las familias no se desplomaban, las comunidades mantenían su unidad y ayudaban a los que fracasaban o sufrían. Además, los lazos de fe y culto eran fuertes e inquebrantables. Había una integridad de vida que a menudo no se ve en el mundo actual, una generosidad de espíritu que es rara, si no totalmente ausente, en muchos de nuestros líderes en Washington.
Cuando me pongo a pensar sobre nuestra larga vida, me alegra ver que nuestra dieta siempre consistía de alimentos que hoy en los supermercados son más caros por ser orgánicos y estar libres de hormonas y químicos que hoy hacen la carne del ganado y pollería y los huevos menos saludables.
Nuestros cerdos comían el mismo maíz del cual nosotros hacíamos el pozole. Nuestras gallinas no pasaban su vida en jaulas sino libremente en el patio del rancho. Nuestro pan no contenía azúcar, el almíbar de maíz y las preservativas que los expertos en nutrición nos recomiendan evitar. Y el aire que respirábamos estaba libre de químicos que hoy hacen la vida urbana peligrosa.
Aún más gozábamos la paz y confianza que viene de la autosuficiencia. Teníamos el sentido de que de algún modo íbamos a superar, y, más que todo, que la fe que Dios no nos abandonaría. ¡Esos eran los buenos tiempos!
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