Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

Vivimos en una época de enormes ironías. He aquí una grande.

Para los antiguos griegos, uno de los peores pecados posibles y un tema constante en su drama, fue hubris el pecado de orgullo arrogante. Entendieron que el orgullo crea una peculiar forma de enfermedad mental. La gente que niega a los dioses, o ignora a los dioses o se imaginaron a ellos mismos iguales a los dioses, se separan ellos mismos de la realidad. En el proceso, no importa cuán grande su intelecto o fuerza, se hacen ciegos ante el mundo como realmente es; el mundo de las ocultas leyes naturales y las verdades morales.

Los resultados de la arrogancia siempre fueron feos –razón por la cual el dramaturgo Eurípides escribió que cuando los dioses quieren destruir a un hombre, primero lo «enloquecen» con la locura única que proviene del orgullo. Las obras de Shakespeare están llenas de la misma sabiduría. El orgullo hace tontos a los brillantes y poderosos. La humildad es el principio de la cordura.

Alguien buscando ejemplos hoy en día de lo que los griegos encontraron tan fatal acerca de la arrogancia no necesitan buscar mucho. Podríamos empezar con “A Philosopher Gets Pilloried  (Un filósofo es ridiculizado), un artículo del 9 de mayo en el Wall Street Journal. El artículo cuenta la historia de la profesora Rebecca Tuvel que (incautamente) planteó en una revista de filosofía feminista, una pregunta obvia.

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Como relata el artículo del Journal, Tuvel preguntó ¿por qué la sociedad es cada vez más dispuesta a abrazar a personas que se identifican como ‘transgéneros’, incluso cuando rechaza aquellos que se identifican como ‘transraciales’.” En palabras de la profesora Tuvel, «…las consideraciones que apoyan el transgenerismo parecen aplicarse igualmente al transracialismo” Así, lógicamente, la sociedad «…debe también aceptar decisiones de los individuos transraciales para cambiar las razas».

Tuvel continuó, el artículo del Journal reporta, tocando brevemente en las mismas anomalías evidentes en la forma de hablar acerca de «otherkins» –personas que sienten que su verdadero yo es realmente un animal no humano– y de «transabled» (transcapacitados) quienes no tienen ninguna anormalidad física pero sientan que uno de sus miembros viola su identidad.

¿La recompensa de Tuvel para plantear estas cuestiones? La feroz crítica en una carta de 500 de sus pares académicos para escribir un documento que «dolorosamente refleja una falta de compromiso más allá del privilegio blanco y “cisgender” (cisgénero). Resulta que los ilustrados culturalmente tienen sus propios métodos desagradables de imponer la ortodoxia.

La lección aquí es que es mala forma y malas noticias para la carrera académica, notar la incoherencia de una reinante vanidad intelectual. Si rechazamos lo fundamentado en la naturaleza de lo que significa ser masculino, femenino y aun humano –bien, ¿por qué no autoidentificarse como un otherkin? El problema es que este tipo de rechazo arrogante de la naturaleza y la vida real es una muestra del peculiar tipo de enfermedad mental que viene con arrogancia. Las personas luchando con la confusión sobre su identidad necesitan ayuda genuina, no charlatanería intelectual.

Todo lo cual conduce a la verdadera razón de mi columna de esta semana.

Hace exactamente 100 años este sábado, mayo 13, tres niños en Fátima, Portugal, tuvieron la primera de seis apariciones de María, la madre de Jesús. La Iglesia es muy cautelosa de las apariciones reclamadas por una buena razón. Muchos resultan ser fenómenos naturales, o imaginación inocente o incluso directamente fraudes. Por ende, la Iglesia investiga y reflexiona cuidadosamente sobre apariciones reclamadas durante años antes de reconocer la autenticidad de los acontecimientos como Lourdes o Fátima.

Pero no hay duda hoy de que la presencia de María en Fátima y sus predicciones sobre la crisis y los sufrimientos del siglo XX, eran reales. San Juan Pablo II, que tenía una permanente devoción a María, sobrevivió a un brutal atentado el 13 de mayo de 1981, y siempre atribuye su recuperación a la intervención de nuestra Señora de Fátima.

Lo que une a Lourdes y Fátima es lo siguiente: en ambos lugares, María se le apareció no a líderes de la Iglesia, o intelectuales, o famosos, o los ricos, o socialmente conectados o políticamente calificados, sino a los humildes; a niños que eran pobres y simples. Su sencillez los hacía cuerdos suficiente para ver y creer el milagro delante de ellos y escuchar los mensajes que trajo María, mensajes, en definitiva, sobre nuestra necesidad de conversión y la confianza en Dios, incluso ante pruebas aplastantes.

Si ahora vivimos en una época de enormes ironías, ésta es la ironía mayor y más hermosa de todas: el amor que el Creador de todas las cosas, Dios mismo, tiene por el más pequeño entre nosotros.

A principios de este mes, en honor del centenario de Fátima, los obispos de Pensilvania votaron para dedicar cada diócesis y eparquía en la Mancomunidad para la protección de la Santísima Virgen. La dedicación oficial a María se llevará a cabo en la Catedral de San Patricio en Harrisburg al mediodía del miércoles, 27 de septiembre, en una misa concelebrada por todos los obispos de Pensilvania. Nuestra dedicación diocesana tendrá lugar el fin de semana del 14 al 15 de octubre. Los detalles locales serán dados próximamente.

El 13 de mayo y en los próximos meses, por favor récenle a María. Pidan por su intercesión para la protección de la Iglesia, el Santo Padre y nuestro pueblo católico en todo el estado. Como la madre de todos nosotros, ella nunca rechazará las peticiones de un corazón fiel.

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Nota del editor: Las columnas se publicarán cada semana en www.CatholicPhilly.com.