«Casos difíciles hacen mala ley» es un principio jurídico en las decisiones judiciales de los Estados Unidos que se remonta por lo menos 170 años. Su origen puede ir más allá, a la jurisprudencia romana. La idea detrás de esto tiene sentido. Las leyes deben hacerse para el beneficio de la población en general. Deben reflejar y regular circunstancias normales. La buena ley no se basa en excepciones –y sobre todo no en excepciones envueltas en emoción. La ley debe incorporar razonamiento sano arraigado en un deseo de justicia, no en sentimientos cálidos.
El problema surge cuando un buen principio se encuentra con la complicada realidad. Surge cuando las «excepciones» se vuelven más la regla y cada vez menos excepcionales, y cuando la aplicación de una ley hace más daño que el que corrige; he aquí un ejemplo.
Jaime L. (nombre cambiado) es un estudiante en una de nuestras escuelas de parroquia del área de Filadelfia. Él y su hermano nacieron en los Estados Unidos, por lo tanto ambos son ciudadanos estadounidenses. Este mes el coche de sus padres fue detenido en el camino al llevar a Jaime a la escuela. Su madre –una trabajadora indocumentada– fue arrestada allí por las autoridades de migración y transferida a un centro de detención en York, Pa.
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La madre no tiene antecedentes penales. Ella habla poco inglés. Ella tiene poca comprensión de los procesos que enfrenta ahora. Su familia está ahora confundida. Su esposo tiene la carga de tratar de encontrar ayuda legal para su esposa mientras cuida solo a sus hijos y trabaja tiempo completo para mantenerlos. La parroquia proporciona apoyo a la familia lo más que puede, pero no son buenas las perspectivas para la madre.
Así que, ¿a dónde voy con esta historia? En la superficie, suena como un llamamiento emocional para dejar de lado una ley necesaria en el nombre de «compasión». Pero ese no es mi punto. Cada nación tiene el deber de regular sus fronteras y proteger a sus propios ciudadanos. Ningún Estado soberano puede hacer legítimamente lo contrario. Elegimos a nuestros representantes para servir nuestras necesidades, y ellos hacen nuestras leyes de inmigración para asegurar nuestra salud pública y seguridad.
La madre de Jaime rompió la ley. Ella puede merecer una consideración especial -cualquier persona sensata debería ver eso; no es un delincuente violento, no es un criminal endurecido y dos jóvenes ciudadanos estadounidenses urgentemente dependen de su cuidado –pero igualmente importantemente, la ley misma, la ley que actualmente la encarcela, está rota. No es justa y no es efectiva. A pesar de casi dos décadas de politiquear, frotarse las manos e insultarse, ninguno de nuestros partidos políticos ha reformado con éxito nuestro sistema de inmigración. El costo de ese estancamiento es pagado por los niños como Jaime L. y su hermano, y decenas de millares de otros inocentes justo como ellos.
Con 11 millones «ilegales» en los Estados Unidos –la gran mayoría sin antecedentes penales ni intención– la madre de Jaime no es una excepción. Los casos difíciles como el suyo son ahora muy comunes para contar o ignorar. Las detenciones de inmigración están sucediendo en los Estados Unidos y en nuestra propia Arquidiócesis. Las familias quebradas que dejan atrás son un desastre social, no solo ahora sino en los años venideros a medida que los ciudadanos hijos de deportados crecen hasta la edad adulta. Si los casos difíciles hacen mala ley, la evidencia es irrefutable que mala ley hace casos difíciles; casos de sufrimiento real con rostros humanos.
Al entrar la semana celebramos Memorial Day, el comienzo no oficial del verano. Muchos de nosotros, comenzamos a pensar en la costa, el clima cálido, las vacaciones, el descansar y tiempo con nuestras familias.
Eso no va a suceder para Jaime y su familia. Tenemos que recordarlos en nuestras oraciones. Y tenemos que exigir una mejor comprensión de la justicia y sentido común de las personas que hacen nuestras leyes.
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