Durante el fin de semana del Día del Trabajo recibí una nota de una amistosa erudita católica que es experta en la historia de las religiones. Enseña en una de las grandes universidades seculares de Europa; ella no divulga su fe, pero tampoco la esconde, hecho que no siempre ayuda a su carrera académica.
Hablando de sus relaciones con colegas y estudiantes, y el ambiente difícil en el que trabaja, escribió:
«Los conflictos morales de hoy (en el aula y más allá) son fundamentalmente sobre la estructura de la realidad. En otras palabras, ¿existe un mundo objetivo con una naturaleza estable y accesible o no? Los dos campos parecen ser aquel del desorden (caos, fluidez, verdades parciales relativas, permisividad moral, igualdad radical) y el orden (estructura jerárquica, naturalezas objetivas, bondad moral clara accesible a los seres humanos, etc.). Para el primer campo, el segundo campo parece rígido y sofocante, es decir, no está en armonía con la “realidad” la cual para el primer campo es una gran masa de grises cambiantes, en lugar de negros y blancos, buenos y malos.
El espíritu del primer campo es por último autodestructivo y no puede durar, pero mientras tanto necesitamos vivir y navegar por esta lucha cósmica. Me preocupa ver tantos de los estudiantes a quienes enseño eligiendo la oscuridad fluida en lugar de la luz estable y clara».
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Lo que nos lleva al propósito de esta columna.
En la Arquidiócesis esta semana, las escuelas secundarias católicas y las escuelas parroquiales están dando la bienvenida a los estudiantes de regreso a las clases. Como la mayoría de los católicos de Filadelfia saben, el sistema escolar parroquial estadounidense comenzó en nuestra ciudad, y gracias a nuestros cientos de profesores, administradores y personal dedicado —y padres igualmente dedicados— las escuelas católicas en Greater Philadelphia siguen siendo las mejores de la nación; pero, ¿qué significa realmente esa palabra «mejor» en un contexto cristiano? La mayoría de nuestras escuelas hacen un gran trabajo en proporcionar una educación académica excelente en un ambiente seguro; y lo hacen con recursos muy limitados. Esto puede tener resultados profundamente positivos, especialmente para los estudiantes de hogares fracturados o del interior de la ciudad.
Pero el por qué detrás de la educación católica —la razón por la que existe— a veces puede ser pasada por alto. Las escuelas católicas y los programas de catequesis como PREP no están solo finalmente enseñando a los jóvenes a trabajar duro, contribuir a la sociedad, y ser honestos y amables con los demás. Es evidente que esas virtudes son importantes, pero no son fines en sí mismos; ellos fluyen de la misión mayor de nuestras escuelas y programas. El objetivo de toda la educación católica es formar a los jóvenes en una fe católica fuerte, una fe arraigada en la verdad sobre Dios y la humanidad, una fe que los pueda guiar a una vida fructífera en este mundo y a casa, a la alegría de la vida eterna con su Creador.
La educación católica comienza con un principio simple: los hechos y logros son vacíos, o peor, a menos que estén empotrados en un patrón de sentido. El hambre más profunda del corazón humano no es de conocimiento, sino de propósito. Ésta es la razón por la cual las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan (8:32) siempre han tenido tal poder: «Conocerás la verdad, y la verdad te hará libre». La verdad organiza la realidad; da sentido y dirección a la vida, y al hacerlo, sostiene a la esperanza.
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Nota del editor: El próximo año, 2018, marca el 25 aniversario de la publicación de la gran encíclica de san Juan Pablo II, Veritatis Splendor (El Esplendor de la Verdad). El Arzobispo Chaput ofrece una extensa reflexión sobre la encíclica y su importancia en la edición de octubre de la revista First Things. Vea “The Splendor of Thruth in 2017”, en línea en www.firstthings.com, a partir del martes, 12 de septiembre.
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