En el otoño de 1959, cuando comencé mi trabajo de reportero para el periódico The Albuquerque Tribune, mi salario era $100 por semana. Ya estaba casado. Yo y mi esposa, quien se mantenía siempre ocupada con los quehaceres de la casa, ya teníamos dos hijos.
Marco, el menor, había nacido con un defecto en el corazón. Lo llevábamos a dos centros cardiacos, uno en Iowa, donde previamente yo trabajaba, y a Denver, pero la ciencia médica entonces no sabía cómo resolver el problema. Poco después murió.
Los tiempos eran difíciles. Complementaba mis ingresos con el pago que recibía trabajando para la Reserva de Las Fuerzas Armadas, y con trabajo ocasional como fotógrafo. No obstante, al reflexionar sobre el Día del Trabajador, celebrando el movimiento laboral americano, y lo que los trabajadores han contribuido a la fortaleza, prosperidad, leyes, y bienestar del país, me considero dichoso de haber vivido en esos tiempos.
Con la perspectiva de medio siglo, veo claramente que afortunado era yo de tener trabajo a tiempo completo, con dos semanas cada año de vacación y, más importante, seguro médico pagado por el patrón.
Dos décadas después, durante una visita al periódico donde trabajé, descubrí que ahora contrataban otra clase de reporteros, unos que solamente trabajaban parte del tiempo, no recibían los beneficios de los que trabajaban a tiempo completo: no tenían seguro médico, no tenían vacación pagada, y ninguna pensión les esperaba al jubilarse.
Esa clase marginada ahora existe por todos lados. Universidades tienen profesores auxiliares; negocios, industrias e instituciones, seglares y religiosas, contratan empleados que no trabajan tiempo completo o contratan a trabajadores independientes. Muchos tienen que manejar a dos o más trabajos para sostenerse. Otros, según parece, se han rendido.
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En Utah, uno de los estados con la taza de desempleo más baja en el país, 3.1 por ciento, los empleadores dicen que no tiene los trabajadores que necesitan. Aún, según un reportaje en el periódico The New York Times, el 31.7 por ciento de adultos en Utah no tenían empleo o buscaban trabajo en 2016.
Aunque puede haber muchas razones para explicar ese fenómeno — la exportación de empleo a otros países, la perdida de membresía de los sindicatos, la epidemia de medicamentos opio, y la vejez de la población — la falta de trabajo a tiempo completo y con beneficios debe causar gran desanimo en el mundo laboral.
Durante los tres años que trabajé en el periódico, tuvimos dos hijos más. Aunque no recuerdo los detalles de nuestro seguro médico, me acuerdo que cubrió todos los gastos del embarazo: visitas al médico antes y después del nacimiento y las cuentas del hospital. Nunca perdimos sueño por pena de no pagar las cuentas médicas, aunque las de Marco a varios centros cardiacos no pudimos pagar por varios años.
Hoy día, las cuentas por un embarazo pueden costar $30,000 o más, dejando a muchas familias destituidas.
Me maravillo de todo lo que pudimos hacer con los modestos ingresos que recibía. Un año ayudamos a una familia pobre que estaba enfrentando evicción dos días antes de Navidad. Yo pague la mitad del alquiler de su habitación, y Caridades Católicas pagó la otra mitad.
Hasta compramos una casa que nos costó $12,000, con un préstamo de Tom Brennan, mi mejor amigo en la universidad. El reciprocaba un favor mío: le había prestado unos cientos de dólares cuando ambos estudiábamos periodismo en la Universidad de Marquette.
Nuestro hijo mayor Miguel nació en Albuquerque en un hospital en 1961; en los 1990s, su hija mayor, Kathryn, nació en el salón de nuestra casa mientras nosotros andábamos de vacación. Una partera asistió.
Él trabajaba de electricista pero no tenía seguro médico.
No me sorprende que muchos ven que nuestros tiempos, en el pasado, eran mucho mejor.
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