En una columna reciente compartía sobre la conversación que mi esposa y yo tuvimos con nuestro hijo pequeño sobre el tema de identidad racial. Hablábamos sobre qué tan hirientes y dañinos son los estereotipos negativos sobre las personas hispanas tanto en la iglesia como en la sociedad.
El artículo invitaba a los agentes pastorales, las instituciones educativas y las organizaciones católicas a tomar la iniciativa de acompañar a las familias hispanas, entre otras, en el proceso de dialogar con los más jóvenes sobre asuntos relacionados con identidad racial y los efectos del racismo.
Las semanas que siguieron a la publicación del artículo han sido interesantes. Muchas personas escribieron dando gracias. Dijeron que la columna les había servido como punto de partida para hablar sobre el racismo con sus propios hijos e incluso en sus propias comunidades de fe.
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Algunos afirmaron el valor que tiene hablar de estos asuntos de manera abierta e invitar a un diálogo púbico sobre ellos.
Algunas personas escribieron diciendo que por lo general evitan estas conversaciones porque no se sienten cómodas hablando sobre temas de identidad racial con sus hijos. Algunas no saben cómo; otras prefieren no hacerlo.
No hay duda que los católicos en los Estados Unidos somos conscientes de qué tan prevalente es el racismo y lo escandalosos que son los efectos de este fenómeno en las vidas de muchas personas en nuestra sociedad.
Somos esa sociedad. El racismo ha sido parte de nuestra propia historia colectiva. Me pregunto por qué seguimos refiriéndonos al racismo como un tema tabú.
También recibí algunos comentarios que no fueron muy cordiales, los cuales reflejan una gran variedad de perspectivas que incluyen insultos, notas pesimistas e incluso comentarios que niegan que el racismo exista en nuestra sociedad. Esta es una muestra típica de las actitudes que con frecuencia limitan las conversaciones sobre el racismo tanto en la iglesia como en el resto de la sociedad.
Las respuestas al artículo me motivaron a dialogar con algunas familias católicas hispanas que todavía tienen hijos en sus hogares. En algunas de estas familias, los padres y los niños nacieron en los Estados Unidos. En otras, los padres son inmigrantes criando hijos nacidos en este país.
Les pregunté si hablaban sobre el tema del racismo en sus hogares. Si tal era el caso, cómo lo hacían. De esas conversaciones aprendí tres cosas.
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Primero, las familias hispanas saben con toda claridad que el racismo es algo real en nuestra sociedad. Para ellas no es una idea abstracta o un problema sociopolítico que afecta a otras personas.
El racismo es personal. Es un problema que toca sus vidas aquí y ahora. Las familias hispanas enfrentan situaciones de racismo de manera regular.
Porque el racismo es real y personal, los padres de familia hispanos hablan frecuentemente con sus hijos sobre el tema. Muchas de estas conversaciones se enfocan en tener cuidado. Estos padres de familia no son ingenuos. Ellos saben que hay muchos prejuicios raciales, étnicos y culturales que con frecuencia definen sus interacciones con otras personas en la sociedad.
Segundo, las familias hispanas quieren aprender cómo navegar mejor una sociedad en la que ellas y sus hijos continuamente son el objetivo de actitudes racistas y prejuicios étnicos y culturales. Ésta parece ser la oportunidad perfecta para que los líderes pastorales acompañemos a estas familias. ¡No la desaprovechemos!
Tercero, los padres de familia hispanos saben que nuestras culturas latinas no son inocentes en cuanto a los prejuicios raciales y culturales. Éste fue quizás el aspecto más revelador de mis conversaciones. Sin duda alguna, diagnosticar la enfermedad es el primer paso hacia la sanación.
La manera como se ha tratado a las comunidades negras e indígenas en América Latina y en el Caribe a través de la historia es deplorable. No es un secreto que el clima polarizador que divide a los Estados Unidos tiende a contraponer a los hispanos en su relación con otros grupos — y viceversa. Si no se habla de estas realidades, los prejuicios seguirán incrementando.
Estas conversaciones con familias católicas hispanas nos recuerdan que nadie es inmune al pecado del racismo. Además de un buen nivel de honestidad, en estas conversaciones personales observé la ausencia de tres actitudes: insultos, notas pesimistas y negación de la realidad del racismo.
Es imprescindible fomentar muchas más de estas conversaciones. Necesitamos más personas y más familias que tengan el valor de comenzarlas.
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Ospino es profesor de teología y educación religiosa en Boston College. Es miembro del equipo de liderazgo del Quinto Encuentro Nacional de Pastoral Hispana/Latina.
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