«El miércoles [20 de junio] el president Trump retrocedió su política de separar en la frontera a los niños de inmigrantes de sus padres, que había unido a la mayoría de Estados Unidos en oposición… En la moda clásica de Trump, el presidente tomó crédito por revertir una política que previamente dijo que no podía revertir… Pero éste fue un problema de su propia creación, y ‘cero tolerancia’ es parte de él.»
— Wall Street Journal, editorial principal, junio 21
El presidente Donald Trump tiene un don para crear confusión. Su estilo de liderazgo excéntrico –fluido en detalles, que prospera en las críticas, sin disculpas acerca de errores y contradicciones— a menudo trabaja a su favor enfureciendo a sus oponentes y entreteniendo a las masas; él ha construido una carrera capitalizando a los enemigos que lo subestimen.
Pero hay un costo humano para el teatro político que puede ser imperdonablemente feo, especialmente cuando es pagado por niños. El error más reciente de la administración –separar a los niños de sus padres capturados al entrar ilegalmente en el país– fue a la vez estúpido y destructivo, y la tormenta de ira que desató, estaba justificada.
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Algunos antecedentes están en orden. El mes pasado, actuando sobre una nueva política de la Casa Blanca de ‘cero tolerancia’ hacia los inmigrantes que entran ilegalmente en el país, el Departamento de Justicia determinó que los detenidos cruzando ilegalmente la frontera deben ser procesados como delincuentes. Pero muchos inmigrantes indocumentados viajan como familias. Llegan con niños, y un decreto de la corte de 1997 (el acuerdo Flores) prohíbe la detención de los menores. Así que, una agencia del gobierno (HHS por sus siglas en inglés) se hizo cargo de los niños –que suman unos 2.300– mientras sus padres eran preparados para su deportación. Esto se convirtió en un desastre en los medios de comunicación para la administración. El 20 de junio, Trump emitió una orden ejecutiva para reunir a los niños y sus familias durante su procesamiento.
La peor parte de esta historia, sin embargo, es que es simplemente el último capítulo de una lucha interminable y muchas veces hipócrita, de parte de ambos partidos políticos, sobre los detalles de la reforma migratoria. La disputa ha estado sucediendo durante muchos años y el resultado es siempre el mismo: estancamiento y recriminación mutua.
Hace un año en este espacio, escribí sobre el arresto y detención de la madre de Jaime L., un estudiante en una de nuestras escuelas católicas del área de Filadelfia. Jaime y su hermano nacieron en Estados Unidos y son ciudadanos estadounidenses; sus padres no eran y por lo tanto eran «ilegales». Las autoridades de inmigración pararon a la madre de Jaime una mañana en su camino al trabajo, la detuvieron, arrestaron y finalmente la deportaron.
Sin embargo a pesar de cientos de historias dolorosas como la de Jaime; de miles de familias divididas por la deportación de la madre o el padre o ambos; y de la publicidad inmensa sobre la situación de «Soñadores» –esto es, el 1,8 millón de jóvenes adultos traídos a Estados Unidos ilegalmente siendo niños que han crecido aquí y no conocen otro hogar– nada ha cambiado sustancialmente sobre nuestras leyes de inmigración en los últimos 12 meses, o en los últimos 24, 36 o 48.
La presidencia de Trump ha agravado las fricciones relacionadas a esta cuestión, pero hay mucha culpa para repartir. La responsabilidad de resolver nuestros problemas de inmigración siempre reside en el Congreso, no en la Casa Blanca, y en la última década ambos partidos políticos han sobresalido en una clase de obstruccionismo partidista y calculado que hace imposible una solución.
Pero como nación somos mejores que esto; y si realmente queremos “make America great again” (hacer Estados Unidos grandioso de nuevo), con un carácter moral que lo demuestre, las personas que crean y aplican nuestras leyes deben actuar como corresponde.
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