Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

«Hay algunos recursos que tenemos en común, como el aire que respiramos y el agua que bebemos.  Los damos por sentado,  pero su disponibilidad generalizada hace que sea posible todo lo demás que hacemos.  Creo que la ausencia de ruido es un recurso de este tipo… Así como el aire limpio permite la respiración, el  silencio, en este sentido más amplio, es lo que hace posible el pensar».  –Matthew Crawford

En su libro del 2015, The World Beyond Your Head (El mundo más allá de su cabeza), el autor y crítico cultural Matthew Crawford describe cómo el ruido de la cultura moderna invade nuestra privacidad todo nuestro tiempo, manipulando nuestra atención y secuestrando nuestra capacidad de pensar.  El silencio, él escribe, es ahora un producto valioso; la gente paga por él en lugares como la sala de espera en un aeropuerto. Las mentes de aquellos viajeros desafortunados que no pueden permitirse artículos de lujo como el silencio —es decir, la libertad del rugido implacable  de anuncios, entretenimientos y noticias frenéticas–  «pueden ser tratadas como un recurso, una reserva permanente de poder adquisitivo para ser dirigida según las ideas innovadoras planeadas por los ‘creativos’ en la sala de  negocio».

Continúa señalando, «el simple conocimiento del porno en línea –con los menús desplegables e inagotables de opciones sexuales– destruye cualquier sentido que pueda haber tenido de que en una (anormal) aventura sexual está en juego el alma, y la condenación cerca.  Cualquier cosa que a usted le guste, hay un sitio web para eso»; por supuesto el porno es sólo una de las muchas distracciones que ofrece el bazar de la vida moderna 24 horas al día, siete días a la semana.

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El libro de Crawford no es una crítica moral de nuestras circunstancias; no tengo ni idea qué creencias religiosas él profesa, si es que profesa alguna. Su punto de sentido común es que la ausencia de silencio arruina nuestra humanidad interrumpiendo nuestra capacidad para realmente tener encuentros con otras personas; escuchar y oír cualquier cosa o a cualquiera por encima del estruendo del comercio.

Esto es por qué el maravilloso libro del cardenal Robert Sarah, The Power of Silence (El poder del silencio), ha vendido muchas copias y se ha leído extensa y merecidamente; la gente está desesperada por un oasis de significado en el desierto del ruido.  Es sólo en el silencio que realmente podemos conocernos a nosotros mismos o a cualquier otro, porque nos permite absorber, reflexionar y entender nuestras experiencias. El silencio es más que una ausencia del  ruido ensordecedor del mercado; es la presencia palpable, viva de la tranquilidad —una tranquilidad que es fértil en descanso y posibilidades; una tranquila que podemos escuchar; un lugar tranquilo en el que Dios puede hablarnos.

Vivimos en momentos de ira, confusión y ansiedad en la nación, y también en la Iglesia.  No podemos escapar, y tenemos que afrontar las dificultades que nos abruman.  Pero podemos evitar socavar nuestra fe y comprometer nuestro buen juicio. Tomemos prestada una verdad de la Carta a los Romanos: donde abunda el mal —incluyendo el mal dentro de la Iglesia y sus líderes—la santidad es más abundante. Dios no abandona a su Iglesia; en cada generación (la nuestra propia, así como las demás) él envía hombres y mujeres para restaurar su pureza y revivir su misión. En momentos de amargura, esto puede sonar como un pensamiento piadoso, pero el testimonio de miles de los santos demuestra que es cierto.  No tenemos necesidad de buscar muy lejos por un ejemplo con raíces en Filadelfia.

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Catalina Drexel nació en 1858 en el apogeo de un feroz resentimiento anticatólico, fue bautizada católica y criada en una familia adinerada de Filadelfia, su padre era católico y su madre era protestante. Al final de la década de sus 20 años, viajando por los estados occidentales, fue afectada por el sufrimiento de los nativos americanos y ella se comprometió de por vida a ayudar a las personas afroamericanas y a los nativos americanos.  A la muerte de su padre, ella y sus hermanas heredaron una inmensa fortuna.

A sugerencia personal del papa León XIII, Katharine emprendió una vocación religiosa.  En 1891 ella hizo sus primeros votos como una religiosa y fundó a las Hermanas del Santísimo Sacramento.  Ella utilizó su parte de la fortuna de Drexel para financiar su comunidad y el extenso trabajo de misión en el que ella y sus hermanas religiosas se embarcaron;  falleció en 1955 después de toda una vida de heroico servicio cristiano a las comunidades afroamericanas y a las nativas americanas.  San Juan Pablo II la canonizó como santa en el año 2000.

Lo que es más convincente para nuestros propósitos en esta breve columna es esto: los dos milagros que aseguraron la canonización de Catalina fueron milagros irrefutables de audición – la cura de la sordera en un niño (1974) y una niña (1994).

El año pasado las hermanas del Santísimo Sacramento contactaron  mi oficina para dejarnos saber que su comunidad sería consolidada y que venderían su santuario de Drexel donde yacen los restos de santa Catalina, en Bensalem. Con entusiasmo ofrecimos proveer un hogar permanente en la Arquidiócesis para los restos de santa Catalina, y las hermanas generosamente estuvieron de acuerdo, un honor por el que siempre estaremos agradecidos.  Una tumba permanente ha sido preparada para santa Catalina en la Catedral Basílica de los Santos Pedro y Pablo —con la generosa ayuda de la Fundación Connelly. Estará disponible para la visita pública el mes próximo, en septiembre del 2018.

¿Cuál es el mensaje en mis comentarios esta semana?

En una época de incesante ruido, el silencio es un tesoro que no se puede calcular.  En el silencio podemos pensar; en el silencio podemos dar sentido a un tiempo confuso y difícil; en el silencio, si nos comprometemos a escuchar verdaderamente, podemos escuchar la voz silenciosa de Dios; y en el silencio de nuestra catedral –una quietud hermosa y vivificante– podemos pedirle a santa Catalina Drexel que cure nuestra sordera y nos ayude a escuchar la voluntad de Dios para la Iglesia y para nuestras propias vidas.  No puedo pensar en un mejor don y en una tarea más importante para todos nosotros.