Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

Este verano marca el 500 aniversario de la Disputa de Leipzig entre Martin Lutero, entonces aún un monje agustino, y Johann Eck, uno de los principales eruditos católicos de su época. El tema en cuestión era la legitimidad de las indulgencias, pero pronto se hicieron evidentes las mucho más profundas y nítidas diferencias teológicas entre los dos hombres. El debate no resolvió nada. En cambio, aceleró el ritmo hacia una ruptura de la unidad de los cristianos, décadas de conflictos religiosos y una revolución en el pensamiento europeo, cultura, política y economía.

Cinco siglos más tarde, vivimos en un mundo “desarrollado” que es muy diferente y mucho menos formalmente religioso. Si el conflicto entre los cristianos de hoy parece menos feroz, es porque a menudo — como Henri de Lubac dijo — demasiado de nosotros hemos transferido nuestra pasión por Dios a la política, “y ya no nos interesa la sustancia misma de nuestra fe.” El corazón moderno puede que tenga sed de significado, pero es instintivamente escéptico sobre cualquier cosa que pretenda ser verdadera e inalterable. Esto facilita un cierto tipo de ecumenismo. Si las doctrinas y credos son simplemente aproximaciones humanas de la voluntad de Dios, entonces nadie debe tomarlas muy en serio y el generoso sentimiento supera a los irritantes doctores de la ley.

El problema es que Dios nos da cerebro y emociones, y nos llama a usarlos para buscarlo; por lo tanto, las doctrinas y los credos importan profundamente, sin importar cómo puedan diferir entre las diversas tradiciones cristianas, porque encarnan lo mejor de la mente cristiana que busca entender a Dios y aplicar su voluntad a la tarea de la felicidad en esta vida y la salvación en la próxima. El cristianismo no es simplemente un buen sistema de ética con una cubierta de enseñanza sobrenatural. El contenido de la enseñanza cristiana importa; la Resurrección física de Cristo importa; la realidad de un más allá con un cielo y un infierno importa; así que, las Reformas protestante y católica y los problemas con los que lucharon importan, incluso medio milenio más tarde, porque los asuntos acerca de la verdad importan.

¿Dónde esto nos deja como cristianos divididos frente a la esperanza de Jesús de que “todos sean uno”? Este mes celebramos la Semana anual de oración por la unidad de los cristianos (18-25 de enero). Es un momento que yo dedico en gratitud por mis muchos amigos cristianos que no son católicos, pero que me han desafiado a través de su propia fe a ser un mejor cristiano. Carl Trueman, un distinguido erudito ministro presbiteriano, es uno de esos amigos. Y al preparar esta columna, le pedí que compartiera sus propios pensamientos sobre la unidad cristiana:

Parece claro que probablemente nunca habrá unidad institucional entre la Iglesia católica y la gran mayoría de denominaciones protestantes. Las cuestiones que nos dividen son graves; y el catolicismo está muy dividido internamente y el protestantismo muy fragmentado para crear las condiciones necesarias para el debate serio de las diferencias doctrinales que tendría que preceder incluso la mínima forma de reconciliación. Sin embargo si la unidad institucional es imposible e incluso en un sentido indeseable, todavía existe espacio para la amistad verdadera y el compromiso positivo en maneras menos formales. En mi propia tradición, la de la Iglesia reformada, uno de los emocionantes desarrollos de las últimas décadas ha sido un reconocimiento cada vez mayor, entre los teólogos, de las fuentes patrísticas y medievales que se suman al mejor protestantismo de la Reforma. Atanasio, Agustín, los Padres capadocios, los grandes credos católico, ahora son características comunes en las controversias reformadas, así como las percepciones magisteriales de Tomás de Aquino en ambas la doctrina de Dios y la ley natural.

Hablando personalmente, encuentro que el trabajo de eruditos católicos como Lewis Ayres, Thomas Weinandy y Matthew Levering, son fuentes teológicas vitales y espirituales. Y es mi impresión en conversaciones con los amigos católicos que hay un apetito creciente en muchos círculos católicos por la Biblia y la buena enseñanza. Estos desarrollos ofrecen esperanza para el futuro y me señalan otro gran placer — el de la buena amistad personal con católicos con quienes estoy en desacuerdo en temas importantes, pero que comparten un común amor por Cristo y por las grandes doctrinas trinitaria y cristológica de la Iglesia primitiva y un deseo de vivir de una manera que honra la palabra de Dios y el pueblo de Dios.

Una vez más, la unidad a nivel institucional es probablemente imposible; pero no lo es la unidad informal entre amigos. En mi propia vida en los últimos años, tales amistades han proporcionado algunos de los mejores y más emotivos momentos de amistad cristiana; una amistad que se basa en un respeto mutuo que crece de un conocimiento más profundo de algunas de las similitudes de nuestras tradiciones y de reconocer el amor de Jesucristo en otros con quienes difiero en algunos puntos (a menudo importantes).

Sincero y bien dicho. Así que el punto de la columna de esta semana es simplemente esto: las diferencias entre los cristianos importa —pero el amor de Jesucristo y la amistad entre los cristianos importan más. Hoy, en nuestra vida, esto es lo que significa el mejor tipo de unidad cristiana. Para algunos, puede parecer modesta; pero es rica, es algo bello, y es suficiente.