Hosffman Ospino

Al amanecer del Sábado Santo, católicos en varias partes de los Estados Unidos y muchos otros lugares del mundo — la mayoría mujeres — caminan a paso ligero hacia sus iglesias con un propósito definido.

La mayoría de quienes conozco participando de dicha procesión espontánea desde sus casas en este día son hispanos, por lo general inmigrantes. Es el grupo de católicos con quienes comparto de manera más frecuente. También sé que católicos de otros grupos culturales que hacen lo mismo.

Mientras muchos católicos habrán cumplido su participación en los ritos de la Semana Santa yendo a Misa el Jueves Santo y a los servicios del Viernes Santo, ciertamente esperando las celebraciones pascuales, estos católicos saben que todavía falta algo importante.

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Hay un rito significativo que tiene un lugar especial en sus corazones, el cual está arraigado en lo mejor de la imaginación católica: acompañar a María, la madre de Jesús, el día después de la muerte de su hijo.

Durante muchos siglos, los católicos hemos sentido una cercanía especial hacia la madre que llora la muerte injusta de su hijo en la cruz. La injusticia del hecho acrecienta su sufrimiento. Ninguna madre merece ser testigo de la muerte de un hijo o una hija, mucho menos si la muerte es fruto de la injusticia. María tuvo que padecer esto.

Algunas comunidades católicas recuerdan a María en este día como Nuestra Señora de la Soledad, recordando la manera como ella tuvo que haberse sentido después de perder a su hijo, hallarse sin su tesoro más preciado y verse más vulnerable que nunca como mujer.

La devoción a Nuestra Señora de los Dolores, cuya fiesta se celebra oficialmente el 15 de septiembre, encuentra eco el Sábado Santo entre muchos católicos en países latinoamericanos. La devoción nos recuerda los siete dolores en los Evangelios en los que María padece un sufrimiento.

Cuatro de estos momentos están asociados con la muerte de su hijo: su encuentro con él de camino al Gólgota, la crucifixión, el descendimiento del cuerpo de su hijo de la cruz y el entierro de Jesús.

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He tenido la oportunidad de participar en procesiones con católicos hispanos que llevan la imagen o la estatua de María con un rostro sufriente. He acompañado el Sábado Santo a católicos que rezan el rosario, meditan y lloran con María, la madre de Jesús.

Una vez le pregunté a un grupo de católicos hispanos en una parroquia en la que me encontraba durante los días de Semana Santa por qué lloraban. Su respuesta fue profunda: “Lloramos en solidaridad con una madre que lamenta la muerte de su hijo. Lloramos con otras madres como ella. Su sufrimiento es nuestro”.

La experiencia fue vívida. Esos momentos mezclan sin reserva una lectura popular de la Biblia, lo mejor de la vida devocional católica, el espíritu de la Semana Santa, una fusión de emociones y un sentido de análisis crítico que muy raramente se observan en otros momentos del año.

Unidos en solidaridad con María, la madre de Jesús, en medio de su lamento por la muerte de su hijo, me siento con la obligación también de unirme en solidaridad con las muchas otras Marías, Marys y Maries en nuestra sociedad que lamentan que sus hijos han muerto o están muriendo.

Este tiempo sagrado nos ofrece la oportunidad única de unirnos en solidaridad con las muchas madres que lamentan la pérdida de sus hijos por causa de la violencia, la guerra, el hambre, la pobreza, el uso de drogas, el alcoholismo, la falta de acceso a atención médica de calidad y la carencia de beneficios sociales adecuados, entre otras realidades sociales que lamentablemente no afirman el don de la vida.

Este es un momento para unirnos en solidaridad con las madres que lamentan con resignación tener que vivir separadas de sus hijos que cruzan fronteras sin saber si se volverán a reunir con ellos otra vez; madres que saben que sus hijos fueron abusados y pasarán el resto de sus vidas batallando con las consecuencias; madres cuyos hijos están perdidos en medio los enredos políticos de nuestra nación que les roban la oportunidad de vivir con dignidad.
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Ospino es profesor de teología y educación religiosa en Boston College.