Han pasado 67 años, pero la voz de Bing Crosby cantando, “I’ll be home for Christmas”, todavía toca el corazón. Me encontraba durante esta temporada en Milwaukee, estudiando en la Universidad de Marquette mientras desempeñaba dos empleos de tiempo parcial para mantenerme. Allí encontré cuatro alumnos como yo del área de Denver, y nos hicimos amigos.
Para todos nosotros era la primera vez que habíamos estado tan lejos de nuestras familias. Al acercarse la Navidad, todos sufríamos morriña, y contábamos los días hasta que terminara el semestre y pudiéramos a volver a Colorado. La famosa canción navideña termina con la frase que quizás volveríamos sólo en nuestros sueños, que no aceptábamos.
Uno de mis amigos tenía un auto y nos invitó a viajar con él. Así fue como, al terminar la última clase del semestre, nos reunimos en el campus y, aunque ya estaba anocheciendo, empezamos el viaje hacia Denver, hoy día 1,045 millas por autopistas de cuatro callejuelas, pero en ese entonces muchas millas más por caminos de sólo dos callejuelas pasando por el centro de todas ciudades y aldeas.
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No obstante, hicimos el viaje en poco más de 24 horas. Nos parábamos sólo para conseguir gasolina, cambiar choferes, comprar un sándwich, e ir al baño.
Llegue a media noche. La pequeña casa de madera, la cuál tanto había anhelado regresar estaba oscura y desolada en la Calle Cuatro de Brighton, 20 millas fuera de Denver. Todos ya se habían retirado, pero uno de mis siete hermanos oyó mi toque y me abrió la puerta.
Mi mamá se levantó, y, encantada de verme, dijo: “Seguramente, tendrás hambre, ¿no?” Y empezó a freír huevos, papas y hacer tortillas que por meses había anticipado. Después conversamos por largo rato.
Ella se había casado a los quince años, común en esos tiempos, y su primer hijo, Antonio, había nacido cuando tenía 17 años. Pero él murió poco después de cumplir un año. Yo fui su segundo hijo, nacido cuando ella tenía 18 años. En un memorial ella escribió que yo fui su felicidad y consuelo.
“Temía tanto que él se me muriera también que no lo dejaba sólo por un minuto”.
Esa noche en 1952 me dijo que yo y ella habíamos crecido juntos.
Mientras el resto de la familia dormía, conversamos de muchas cosas. Sentí otra vez su fuerte amor incondicional; vi que sentía gran orgullo que yo había sobrevivido y llegado a madurez como adulto. Y quizás sintiendo inmensa gratitud a Dios, de repente me dijo: “Llévame a la Misa en la mañana”.
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Así fue como nos encontramos en la iglesia parroquial de San Agustín a las seis de la mañana, la Misa celebrada por el pastor, el padre Roy Figlino, un italiano alto y brusco. Después Mamá me guio a la sacristía para saludarlo y decirle: “Mire, mi Moisés ha vuelto para pasar Navidad con nosotros”.
El padre Figlino nos conocía bien. Siete de nosotros habíamos sido monaguillos al mismo tiempo. Todavía tengo una foto de mis padres ante el altar con el padre Figlino, su asistente, el padre Lyons, y nosotros los siete monaguillos vestidos en sotanas y sobrepellices. Muchos años después, ya en otra parroquia, el padre Figlino, al leer mi libro sobre la historia de la iglesia hispana en Estados Unidos, me escribió diciendo que se sentía orgulloso de nuestra familia.
Tengo muchas memorias de esa vez que pude pasar Navidad con mi familia, pero la más profunda fue de la primera noche de la conversación que disfruté con mi mamá en el silencio de la casa mientras el resto de nuestra numerosa familia dormía.
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