Moises Sandoval 150 circleRecientemente en el periódico Hartford Courant, el escritor Vinny Vella reportó una historia que nos dio esperanza en tiempos difíciles. Relató la graduación magna cum laude de Josibelk Aponte, una latina de 23 años con raíces venezolanas, de Eastern Connecticut State University. En la foto de Aponte estaba el ya jubilado policía Peter Getz, quien ayudó a salvar la vida de Josibelk en 1998 cuando ella fue rescatada de un edificio en llamas.

Otra foto era de la inconsciente niña de 5 años, ya en arresto cardiaco, en los brazos del oficial Getz. Ese día 18 años en el pasado, él la colocó en su auto y administró resucitación cardio-pulmonaria mientras que su compañero manejo rápidamente hacia el hospital. Cuando llegaron a la sala de emergencia, Josibelk ya estaba respirando sin ayuda.

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Al recibir su título en contabilidad, Josibelk dijo: “Casi me morí, pero recibí una segunda oportunidad para vivir”.

Getz, por su parte, dijo que él era sólo uno de muchos quienes salvaron a Josibelk, incluso un grupo de bomberos, despachadores y policías. “Hicimos lo que fuimos entrenados para hacer y como resultado tenemos una bella mujer aquí en la faz de la tierra”.

Todo el mundo regocija cuando se salva una vida, pero encontramos difícil visualizar, mucho menos responder a la muerte de muchos otros. Cada año en los Estados Unidos, 33,000 seres humanos pierden la vida en violencia con armas, dice un reporte de Centro para el Progreso Estadounidense. Es una calamidad que pide una respuesta universal, pero los que debieran actuar, incluso legisladores a nivel local, estatal o nacional hacen poco o nada.

Las 33,000 víctimas eran seres humanos, con familias y sueños por realizar. Yo pienso en miembros de mi familia extendida y amigos quienes han sido parte de estas estadísticas de muertos.

El 1995, mi primo Danny Suazo, de 37 años, gerente de un supermercado de comestibles en el suburbio de Littleton, Colorado, fue asesinado por Albert Petrosky, un mecánico que irrumpió a la tienda para matar a su esposa, Terry Petrosky, y asesinó a ambos cuando Suazo trató de intervenir.

Ese mismo año, otro primo, Michael Ángelo Perea, de 31 años, un oficial de seguridad en una prisión, a propósito o accidentalmente — nadie supo la razón — disparó contra su esposa y luego contra sí mismo.

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Dos de mis mejores amigos en San Antonio se suicidaron con armas. Uno era Ruben Sandoval (no era un familiar), abogado de derechos civiles quien especializaba en casos de oficiales que habían quitado la vida sin justificación a mexicoamericanos. El otro era el Padre Virgilio Elizondo, teólogo pionero mexicoamericano y el autor de muchos libros.

El Presidente Barack Obama, quien ha asumido el rol de consolar a las familias de las víctimas de masacres, ha abogado sin resultado para que el Congreso legisle leyes que reduzcan estas matanzas. Hace unos meses dijo: “Casi dos de cada tres muertes causadas por armas son suicidios. Entonces nuestro desafío es impedir que el pueblo se dañe a sí mismo”.

No obstante, en una semana en abril, según un reportaje en el periódico The New York Times, cuatro niños en este país se mataron con pistolas que encontraron en sus hogares. También, en Milwaukee, un niño de dos años mató a su madre, cuando halló una pistola debajo del asiento en el auto donde viajaban.

En “La alegría del Evangelio” el Papa Francisco escribió: “Una fe auténtica … siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra”. El hacer las armas menos disponibles responde a este desafío.