Entre amigos
Mar muñoz-Visoso
En los primeros años de mi anterior vida como directora de pastoral hispana, me encomendaron la tarea de llevar a un sacerdote inmigrante recién llegado a su nuevo puesto en un pueblo de las montañas a dos horas de Denver.
Aparentemente, el hombre, de unos cincuenta años, había escuchado el llamado de nuestro recién instalado arzobispo para que los obispos de Latinoamérica consideraran la arquidiócesis como tierra de misión. El rápido crecimiento de la comunidad hispanohablante estaba desbordando a los pocos sacerdotes hispanos que en aquel entonces había en la diócesis y estaba erosionando la buena voluntad de los que hablaban algo de español.
Al sacerdote se le había informado antes de su llegada sobre su asignación. Sin embargo, pronto resultó evidente que la idea que se había formado de las necesidades pastorales y de cómo desempeñar su ministerio en Estados Unidos estaba lejos de la realidad.
El saludo afable en el aeropuerto se fue tornando rostro de preocupación conforme nos empezamos a alejar de la ciudad y comencé a explicarle las características de la comunidad donde se le había asignado: una comunidad incipiente con muchos hispanos en el área. Un porcentaje alto eran hombres y la mayoría trabajaba en la construcción y los servicios turísticos. Muchos eran inmigrantes indocumentados y vivían dispersos por pueblos y aldeas del valle. El párroco había hecho lo que podía por aprender español.
Había una necesidad grande de ir a buscar a la gente e invitarlos a la iglesia. Dadas las distancias y que muchos tenían más de un trabajo, la pastoral requería de una buena dosis de empeño y creatividad.
Apenas nos bajamos del auto, el sacerdote se decidió a expresar su incomodidad. Me dijo que él -era párroco en su país-acostumbraba a tener horario de despacho durante el día y que, además, eso de ir tocando en las puertas no era digno de un sacerdote católico.
Recogí mi mandíbula del suelo y balbuceando le respondí: «Pero padre, Jesús caminó por pueblos y aldeas predicando el evangelio y llamando a la gente a seguirlo». Insistió en que quería ir a una parroquia en Denver.
Le animé a que se diera quince días para conocer a la comunidad y hacerse una idea del trabajo a realizar. Si no estaba a gusto siempre podía pedir al arzobispo que lo asignara a otro lugar. Me ofrecí a ayudarle en lo que pudiera.
Aquella fue la última vez que lo vi. Exactamente dos semanas después recibí una llamada urgente del párroco avisándonos que el sacerdote iba de camino al aeropuerto para regresar a México. Ni siquiera dijo adiós.
Todos aprendimos mucho con este episodio. Los procedimientos para admitir y asignar a sacerdotes extranjeros en la diócesis ciertamente cambiaron. Y la actitud de este sacerdote quedó grabada en mi memoria como la antítesis del espíritu misionero, especialmente porque contrastaba con la mayoría de los sacerdotes que conozco -y he trabajado con bastantes.
Son muchos más los que trabajan sin descanso -sin importar las horas o donde tengan que ir a buscar a sus ovejas- para que no les falten los sacramentos, un buen consejo, una palabra de consuelo o una voz que clame justicia.
Sin embargo, también he visto a muchos sacerdotes quemarse por la falta de descanso, de tiempo para la oración, de convivencia fraternal con otros sacerdotes y por causa de la soledad.
Admiramos a nuestros sacerdotes pero, a menudo, también los damos por hecho. En este Año Sacerdotal que comienza, y cuyo tema es precisamente “La identidad misionera del presbítero en la Iglesia”, recemos por nuestros sacerdotes y busquemos formas de acompañarlos en su camino de fe y en su ministerio.
Benedicto XVI nos recuerda que esta identidad misionera es una “dimensión intrínseca” al desempeño de su llamado. Un sacerdote católico sin espíritu misionero es, por tanto, una contradicción.
Mar Muñoz-Visoso es subdirectora de prensa y medios en la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos.
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