Por Sabrina Vourvoulias
Cuando María Marroquín llegó por primera vez a Estados Unidos a la edad de 13 años, ella pensó que venía a ver a Mickey Mouse. Ella estaba emocionada e ilusionada con su primera visita a Disney World. Eso es lo que le dijo al Oficial de Seguridad en el Transporte del Aeropuerto Internacional de Mia- mi que le preguntó cuáles sitios turísticos ella y su familia pensaban visitar durante su visita desde Lima, en Perú.
Y, de hecho, se quedó el tiempo suficiente en Miami para ver las palmeras, para ahogarse del calor casi tropical que ella nunca había experimentado, y para darse cuenta de lo «limpia y hermosa» que eran las calles de esa ciudad de Estados Unidos. {{more:(lea más)}}
Su familia finalmente abordó un autobús, pero ese no los llevó ni cerca del centro turístico de Orlando. En cambio, los depositó en Nueva Jersey y en una vida que María no esperaba. Es decir – la vida de una adolescente estadounidense regular; excepto por una cosa: eran indocumentados.
El padre de María ya tenía un trabajo esperándolo – lavado de ropa y limpieza en un hotel. Era muy diferente de la labor que él había hecho en Lima. La familia tenía un restaurante -un negocio de 10 años – y el padre de María conducía un taxi por la noche para poder cubrir los gastos. Pero se dio cuenta de que sin cambiar radicalmente la posición económica de su familia, María y sus dos hermanos no se graduarían de la escuela secundaria.
Trabajar como taxista durante el turno de noche se hacía cada vez más peligroso y ese hecho contribuyó en la decisión de venir a Estados Unidos con visa – que la familia sobrepasó. Se mudaron a Nueva York no mucho después de su entrada inicial en el Norte. María se matriculó en una escuela secundaria en Cheltenham.
«No sabía lo que significaría no tener papeles, – dijo María. Ninguno de mis amigos lo sabía. Me sentía muy sola (y) como que no podía confiar en nadie. Yo pensaba que no entenderían si les hubiera dicho acerca de mi situación. Me sentía avergonzada y apenada».
Los padres de María tomaron clases de inglés como segundo idioma, pagaron los impuestos, matricularon a sus tres hijos en la escuela, y los llevaron con ellos a las misas en español – sobre todo en la parroquia San Guillermo, en Filadelfia, donde la comunidad de inmigrantes peruanos del área celebra los días de fiesta. La madre de María comenzó a trabajar como niñera, y la familia se dedicó a la construcción de sus vidas.
Se consultó con abogados desde el principio para ver si había una manera de legalizar su situación, pero resultó ser una búsqueda infructuosa. Después de eso María y sus hermanos dejaron de hablar entre ellos de su condición irregular. Vivieron con ella, en silencio. Aun así, ella acredita a su familia y su fe por haber sobrepasado esa etapa.
Ella vivió, dijo María, asustada. Su tercer año en la escuela superior estuvo marcado por la depresión. Nunca sabía qué contestar cuando sus amigos le preguntaban por qué ella no conducía o tenía una licencia de conducir, y por qué no podía participar en las muchas actividades que le parecían tan normales a sus compañeros. Nada que requería un número de seguro social o una identificación gubernamental estaba a su alcance.
«Fue tan difícil – dijo ella. Yo sabía que no podía construir mi vida en mentiras. Yo no culpo (a mis padres) por haberme traído aquí. No sé lo que estaría haciendo si estuviera en Perú. Ellos querían que nosotros tuviéramos un futuro.
»Ellos son personas normales que trabajan duro y quieren cuidar de sus hijos.»
En 2004 se graduó de la escuela secundaria y se matriculó en Montgomery County Community College. Asistió a tiempo parcial, pagó de su bolsillo las tasas internacionales de matrícula estudiantil – mucho más altas que las del estado o fuera del estado. No había ayuda financiera disponible para ella. Entonces, como ahora, gana dinero cuidando niños y en los trabajos que puede conseguir, y todo lo usa para su matrícula.
Le llevó a María cinco años obtener su grado de asociado, mientras que ella trabajó y ahorró dinero y tomó cursos de lo que podía. Ella mantiene un promedio 3.98, y se especializó en ciencias sociales. A ella le gustaría continuar para obtener un grado de cuatro años -sería la primera persona en su familia que lo lograra- y algún día ir a la escuela de leyes.
Pero no importa lo duro que trabaje y lo que ella logre académicamente, María sabe que se enfrenta a un futuro limitado por su condición de indocumentada.
«Me considero un estadounidense, dijo. Todo lo que sé -todos mis amigos, mis ideales- vienen de este país. Quiero hacer mi vida aquí».
María tenía esperanzas que la ley de Desarrollo, Alivio y Educación para los Extranjeros Menores (DREAM Act)- legislación bipartidista que habría hecho un estimado de 65.000 personas jóvenes elegibles para el estado legal permanente al término de dos años de universidad o dos años de servicio honorable en las fuerzas armadas- pasaría en el Congreso.
Ese sueño fue destruido en dicie-mbre del 2010, cuando el Senado rechazó el proyecto de ley. El Acta del Sueño (Dream Act) le habría dado a Marroquín no sólo una posible vía a la legalización, sino que le hubiera permitido poder continuar su educación con la tasa de matrícula del estado.
«Mis padres sacrificaron todo para que yo pudiera continuar con mi educación -dijo Marroquín. Saber que no podía me hacía sentir que los estaba desilusionando».
Y, ella estaba cansada de ocultarse.
El 19 de marzo ella y seis otros jóvenes indocumentados ‘salieron de las sombras’ y contaron sus historias en una manifestación, en el Independence Mall en Filadelfia.
«Hemos decidido compartir nuestras historias -dijo. Todo lo que queremos es continuar nuestra educación. Queremos hacer lo correcto, queremos contribuir. éste es el único país que conocemos y lo consideramos nuestra casa, y queremos ponerle una cara al asunto de la inmigración.
»Sé que había jóvenes indocumentados escuchando entre la multitud de 150 personas que se reunió, dijo. Quería hablarle a ellos (en la multitud) que se sienten tan solos como yo. Un proyecto de ley DREAM Act estatal sería genial – entonces (los jóvenes) pueden darse el lujo de ir a la universidad y no abandonar la escuela secundaria.»
La multitud en la manifestación, que consistía de jóvenes de edad universitaria y de secundaria, de acuerdo a María era receptiva.
«Ellos me dan esperanza», dijo.
Su defensa de una vía para la legalización de los jóvenes inmigrantes (es la co-fundadora de DreamActivist Pennsylvania y DreamActivist.org) ha sido apoyada por muchas personas – representantes de organizaciones católicas que la han apoyado en sus conferencias de prensa, su novio filipino (que es también indocumentado) y sus hermanos.
La hermana de María de 21 años, sueña con ser una pediatra, su hermano, de 20, un SEAL de la Marina. Ambos están experimentando las mismas frustraciones que María tiene, y el mismo deseo frustrado de contribuir a la nación que aman.
Sus padres, aunque orgullosos de su hija mayor, tienen miedo por ella, ella dijo.
En abril 5, María fue uno de los siete jóvenes que entregaron una petición al presidente de la Universidad Estatal de Georgia (GSU) para pedirle que mantenga las puertas de la institución abiertas a los estudiantes indocumentados – algo que GSU ha programado para dejar de hacer a partir del semestre de otoño.
Los siete procedieron a realizar desobediencia civil, – incluidas marchas a través del campus e interrumpir el tráfico de Atlanta. Una hora más tarde, según el sitio web The Dream is Coming, los siete fueron arrestados y puestos en una cárcel en Atlanta.
Ellos fueron interrogados supuestamente por Inmigración y Aduanas (ICE- siglas en inglés), pero de acuerdo a un comunicado emitido por la Coalición de Ciudadanía e Inmigración de Pensilvania (PICC -siglas en inglés) fueron puestos en libertad varios días después.
«(Deportación) está siempre presente en la mente, -María dijo durante la entrevista del 24 de marzo. Pero esto es algo que es mucho más grande que yo. Nuestra causa es justa y es lo correcto. Eso suficiente para mí».
Sabrina Vourvoulias es la editora hispanohablante del CS&T. Comuníquese con ella: svourvou@adphila.org.
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