Dios renueva el mundo con nuestras acciones, no con nuestras intenciones. Lo que separa el verdadero discipulado de la piedad superficial es si realmente hacemos lo que decimos que creemos.
Nuestra vocación como cristianos no es simplemente transmitir buenas costumbres a nuestros hijos, o transmitir una sensación de la mano de Dios en el mundo. Estas cosas son vitales, por supuesto, pero no agotan nuestro propósito de estar aquí. Nuestra misión es llevar al mundo a Jesucristo y Jesucristo al mundo. Cada uno de nosotros es un misionero, y nuestra tarea principal es la conversión de nuestros corazones y los corazones de los demás para que algún día todo el mundo reconozca a Jesucristo como único salvador de la humanidad y Señor.
Es un gran trabajo. No podemos hacerlo por sólo hablar de ello, como tampoco Cristo podría redimirnos escribiendo un ensayo sobre el pecado. Los Evangelios tienen poder porque dicen la historia de lo que Dios hizo; lo que su único Hijo hizo; y lo que hicieron los seguidores de Cristo. El relato del sufrimiento y muerte de la Pasión de Cristo nos mueve tan profundamente porque muestra en detalle amargo cómo Dios nos ama sin reparo.
Ésta es la chispa ardiente en el corazón de cada intento sincero de contar la historia de nuestra redención. Dios sacrificó a su propio Hijo con tal de salvarnos. No es de extrañar que la cruz atrae el ojo de los grandes artistas una y otra vez a lo largo de las centurias. La sangre de la cruz nos recuerda que –por lo menos un día en la historia– el amor no tuvo límites. Y desde entonces, todo ha sido diferente.
¿Cómo se relaciona esto con las escuelas católicas? Tendemos a olvidar que por gran parte de su historia, Estados Unidos no ha acogido a los católicos o su fe. La violencia y los prejuicios anticatólicos eran comunes. Las escuelas católicas en el siglo XIX y principios del XX tuvieron la tarea de garantizar la supervivencia de la Iglesia protegiendo a los niños católicos de la fuerte formación protestante encontrada en la educación pública estadounidense. Los tiempos han cambiado, y hoy los creyentes cristianos, sean cuales sean sus orígenes, generalmente tratan de buscar puntos en común, en lugar de razones para estar en desacuerdo. Esto es una gran bendición.
Pero el trabajo «contracultural» de las escuelas católicas –formación de vidas jóvenes en la virtud, verdad y una identidad católica vigorosa– sigue siendo crucial. En un entorno nacional que a menudo parece moralmente confundido y cada vez más indiferente a la religión en general y el cristianismo en particular, las escuelas católicas ofrecen una ruta no sólo al conocimiento sino a la integridad moral.
Al anclarse ellas mismas en el amor de Dios, las escuelas católicas, en el mejor de los casos, crean en el estudiante un hambre de éxito y de excelencia académica. Forman a los jóvenes en la clase de propósito moral que lleva al liderazgo y la responsabilidad social en la vida adulta. Los resultados no mienten. No es casualidad que un gran número de líderes de negocios y cívicos de la región de Filadelfia fueron educados, al menos en parte, por escuelas católicas. En su efecto, nuestras escuelas son un tesoro no sólo para la Iglesia católica, sino para toda la comunidad en general. Es por eso que vale la pena luchar para mantener y hacer crecer nuestras escuelas arquidiocesanas, a pesar de las presiones financieras a las que nos enfrentamos ahora. Y es por eso que los católicos necesitan comprometerse políticamente en asuntos como la elección de escuelas y ser financieramente generosos en su apoyo de la educación católica.
Este año, desde el 27 de enero hasta el 2 de febrero es la Semana de las Escuelas Católicas. Aquí en Filadelfia, mucho ha ocurrido en los últimos 12 meses: la publicación de un informe de Blue Ribbon Commission sobre la educación católica; dispensa de escuela parroquiales y consolidaciones; una nueva oportunidad para cuatro escuelas secundarias destinadas a ser cerradas; una nueva Faith in the Future Foundation (fundación) para financiar la salud estratégica de nuestras escuelas católicas; y nuevas iniciativas para mantener «las escuelas misión» en las zonas pobres. Al acertadamente honrar a nuestros maestros, administradores y maravillosos donantes, debemos recordar dos cosas: primero, la excelencia de nuestras escuelas hace digno todos nuestros sacrificios; y segundo, el propósito de nuestras escuelas es mucho más que el simple éxito profesional.
Dios construyó la Iglesia que hemos heredado por el amor de generaciones de creyentes; su testimonio hizo posible nuestra fe. Ahora es nuestro turno para dar forma al futuro por el celo que traemos a nuestro propio testimonio diario. Es nuestro turno de actuar. Nos toca ahora vivir nuestra fe católica con todo el valor y fuerza que Cristo nos ha dado para amar la Iglesia que él fundó.
Las escuelas católicas desempeñan un papel irremplazable en hacer una realidad ese tipo de testimonio cristiano vigoroso. Más que nada, es por eso que son importantes.
La Iglesia depende de Dios que siempre la renovará y protegerá. Pero ella también depende de usted y de mí –maestros, párrocos, padres y muchos otros– para llevar a cabo la misión de Cristo en el mundo. Las palabras son baratas; la acción es lo que importa. Es hora de vivir nuestra fe católica como lo hicieron los apóstoles –y a través de ella, reformar el mundo.
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