Terminamos otra temporada de dar regalos. Esto es fácil cuando compartimos con amigos y familiares, es difícil cuando lo hacemos para responder al llanto de los pobres cerca o lejos. Regalar, responder con empatía, “meterte en el lodo con el pueblo”, como declaró el médico de Nueva York Kevin Cahill mientras describía en una de mis recientes columnas su lucha contra epidemias por todo el mundo, es ciertamente una preciosa cualidad humana.
Es indespensable para nuestra sobrevivencia como especie en el planeta. Sobreviviremos y avanzaremos sólo si permanecemos unidos.
Cuando pienso sobre lo que significa dar y recibir, me acuerdo de un campesino maya quien conocí hace muchos años en un viaje cuando andaba visitando las misiones de Maryknoll en Yucatán, México. El campesino vivía con su esposa y varios hijos en una choza de adobe de una sola pieza con suelo de tierra y techo de paja. Dormían en hamacas colgadas de la pared y no tenían ningún mueble o aparato.
Por alguna razón, él me vio como amigo y, al despedirnos yo y el misionero, ese hombre humilde me ofreció un regalo: una botella grande de Coca-Cola. En vano trate de convencerlo que sus hijos necesitaban ese refresco más que yo. Y el misionero me dijo que al rehusar el regalo insultaría la dignidad humana del campesino. A veces es tan difícil aceptar el regalo — en realidad quizás más difícil — que darlo.
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A fines del año pasado, líderes de todo el mundo, incluso varios presidentes de los Estados Unidos, elogiaron a Nelson Mandela, quien murió a los 95 años después de liberar a Sudáfrica y guiar a su pueblo hacia un proceso de reconciliación constructiva. Su don no sólo ayudó a su gente sino a toda la humanidad. Fue un tipo de liderazgo “único en la escena mundial actual”, como lo escribió el columnista de The New York Times Thomas L. Friedman.
Mandela recibió elogios por su extraordinaria autoridad moral, por su paciencia y generosidad, por rechazar venganza, y por su habilidad de inspirar esperanza en el pueblo durante la tarea dura de reconciliación. Para él, la medida de cada iniciativa era: “¿Sirve esto a la nación”? (y no sólo a su propio pueblo).
No es difícil imaginar que maravillas su modelo de liderazgo traerían en nuestras desplomadas salas legislativas, federales y estatales. Ciertamente hallaríamos una manera de continuar la ayuda a personas que no encuentran empleo, a aumentar en vez de reducir las estampillas para conseguir alimento que necesitan los pobres, y a dar bienvenida e integrar a la sociedad a inmigrantes que han estado aquí por mucho tiempo.
Según Friedman, Dov Seidman, cuya empresa da consejo a los jefes de grandes empresas, dice en el libro “How”, que otra fuente de la autoridad moral de Mandela es que “él le confió la verdad al pueblo”, en lugar de simplemente decirles lo que querían oír. El pueblo, en turno, confió en él. “Mandela logró grandes cosas al volverse más pequeño que el momento”, escribió Seidman.
El pregunta que enfrentan los líderes del “mundo desarrollado” es la misma que enfrenté yo cuando el campesino maya me ofreció la botella de Coca Cola. ¿Acepto el regalo de una persona tan económicamente pobre?
En el caso de Mandela el regalo viene de un representante de una raza históricamente considerada por el mundo blanco como inferior, una persona quien pasó los años más productivos de su vida en una prisión.
Al empezar el año nuevo, mi esperanza, por supuesto, es que nuestros líderes tengan la humildad y la fortaleza para vencer su arrogancia y aprendan del ejemplo de Mandela. Seremos mucho más pobres si no lo hacemos.
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