Un reciente sábado por la mañana andaba caminando por las calles rezando el rosario. Me di cuenta de cuatro personas que iban caminando en la misma dirección. Por un lado dos mujeres muy bien vestidas, una ya grande, la otra joven, tocaban a cada puerta. Por el otro lado, un hombre de edad avanzada y una joven hacían lo mismo.
En cada casa el residente abría la puerta y aceptaba o no el folleto que ofrecían. Al volver a la acera, le pregunté a la más joven: “¿Testigos de Jehová”?
“Sí”, me contestó. Luego le pregunté si las visitas resultaban en nuevos miembros para su iglesia, y dijo que sí. Pero me dio a entender que ese no era el fruto principal, sino el conocimiento que ella estaba haciendo lo que Dios quería de ella.
“El único modo que podremos salvar el mundo es poniendo a Dios en cargo de nuestra vida”, dijo.
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Admití que nosotros los seres humanos no hemos desempeñado buen papel en el manejo de las cosas y nos despedimos, pero no hasta que ella puso su folletito en mi mano, una invitación a una breve conferencia sobre la importancia de la muerte de Cristo.
Otro sábado reciente, me encontré a un representante de una iglesia bautista. Con su hijo a su lado, también dejaba un volante en cada casa. Me urgió que estableciera una relación personal con Dios. Le aseguré que lo estaba tratando de hacer.
Estamos perdiendo la competición en las calles. No es que seamos menos agiles; es que estamos ausentes totalmente. Visitas a los hogares no es lo que hacemos bien. Sin duda, es una tarea muy difícil como sabe cualquiera quien haya tratado de vender algo de casa en casa.
En la cima de su historia, durante el siglo 20, las religiosas de Victory Noll siempre hacían visitas a los hogares. La Catequista Misionera, la hoja informativa de la congregación, informaba las visitas caseras. El reportaje de un día cuenta que “nos cerraron la puerta en la cara 17 veces,” pero otras puertas se abríeron.
Encontraban familias que se habían alejado de la iglesia y que querían reconciliarse. Hallaban niños que necesitaban instrucción para hacer su primera comunión. También hallaban enfermos en necesidad de atención médica o con el deseo de recibir los sacramentos.
Cuando no visitaban en las aldeas o en las ciudades, iban a los campamentos de trabajadores campesinos. A veces disfrutaban de momentos graciosos. En una choza, la hermana Agnes Rauschenbach escribió, encontraron a una niña gravemente enferma con fiebre tifoidea. Mientras que el médico quien llamaron la asistía, el sacerdote local indagaba sobre los nombres de la numerosa familia.
“El nombre del primer hijo era Adán”, contó Hermana Rauschenbach. “El sacerdote en seguida preguntó, ‘¿Dónde está Eva?’ Una de las niñas respondió: ‘Yo soy Eva’. Otro niño se llamaba Caín. El sacerdote entonces preguntó: ‘¿Dónde está Abel’? Eva respondió, ‘Aquí está’.
No pudo el sacerdote resistir decir: ‘Yo apuesto que Moisés está aquí también’. La hermana mayor entonces llamó a Moisés, el hermanito menor de todos’”.
A propósito de todo esto, el evangelio de este domingo relató la historia de la mujer samaritana quien, después de su encuentro con Jesús, caminó hacia el pueblo para contarle a todos: “Vengan a conocer alguien que me contó todo los sucesos de mi vida…. muchos de los samaritanos creyeron en El por la palabra de la mujer que daba testimonio” (Juan 4:29, 39).
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