En vez de dejar una propina, la pareja que recientemente comió en el restaurante Jess’ Lunch en Harrisonburg, Virginia, escribió las siguientes palabras en el recibo de la mesera: “sólo damos propina a ciudadanos”.
La mesera Sadie Karina Elledge, de 18 años, ciertamente es una ciudadana nacida en Estados Unidos. Ella se graduó de la escuela superior esta pasada primavera y ahora está en un colegio comunitario. Pero porque su piel es café, el producto de tener un padre hondureño y una madre mexicana, la pareja a quien ella atendió decidió que no era ciudadana.
En septiembre, el mes que celebramos los muchos dones de la cultura hispana y contribuciones a este país y en especial a la cristiandad que los españoles establecieron en un arco desde la Florida al estado de Washington, con un enorme costo en mártires y plata, tenemos que reconocer que el prejuicio es parte de nuestra herencia. Recurre vez tras vez como algo maligno.
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A su raíz esta la noción que ciudadanía en Estados Unidos debe ser el privilegio exclusivo de la raza blanca, y cuando Donald Trump dice “Hagamos grande a Estados Unidos otra vez”, muchos reciben ese mensaje. Históricamente, ese prejuicio existía no sólo en individuos y grupos sino también en agencias del gobierno. En su libro clásico sobre el pueblo mexicoamericano, publicado en 1970, Leo Grebler, Joan W. Moore y Ralph C. Guzman, escribieron:
“Hasta la Segunda Guerra Mundial, agencias de gobierno fácilmente podían definir, y de hecho lo hicieron, a los mexicoamericanos como ‘probablemente extranjeros’. Con la mayoría de los ciudadanos del suroeste añadieron… la noción que los mexicoamericanos eran permanentemente extranjeros en conducta”.
En las décadas de 1920, 1930 y 1950, se hicieron masivas deportaciones de “mexicanos”, muchos quienes eran ciudadanos de Estados Unidos. Lo más infame ocurrió durante la Gran Depresión. En Detroit, Los Ángeles y muchas ciudades del suroeste, hubo redadas de miles de personas que luego fueron transportadas por tren a México. Uno era mi amigo, Santos Vega, de Arizona.
Los latinos han sufrido tal rechazo con la calma de los filósofos estoicos de sus antepasados españoles. No han perdido la fe en las acciones justas y la buena voluntad de la mayoría de los norteamericanos, incluso durante el clima político tóxico que estamos viendo.
John Elledge, el abuelo de Sadie, es un estadounidense quien trabajó por la Iglesia Episcopal en Honduras durante la década de 1980. Allí conoció a su esposa y adoptó sus dos hijos, uno de ellos el padre de Sadie. Dijo, durante una entrevista, que en tres décadas de vivir en Virginia su familia multicultural ha experimentado pocos momentos de discriminación. “Es un buen lugar para criar a una familia mixta, multicultural”, le dijo al reportero del periódico The Washington Post Cleve R. Wootson, Jr.
Cuando Sadie se dio cuenta de la acusación que sus clientes habían escrito, le mostró el recibo a su abuelo, quien es abogado y muy vigilante de los insultos dirigidos a su familia multicultural, especialmente esos dirigidos a sus seis nietos. El abuelo puso una foto del recibo en su página de Facebook y expresó su ira.
Leí sobre ese incidente después de asistir la Misa dominical en la Parroquia de San Pedro Claver en West Hartford, Connecticut. Esa mañana había leído una nota sobre las multitudes que gritan “Construyan el muro” y “¡Depórtenlos!” que se oyen en las reuniones políticas. Pero en la Misa lo que me llamó la atención fue lo inclusivo de las lecturas y la amabilidad de la gente que nos rodeaba.
Mientras veía nuestra congregación mayoritariamente blanca, me di cuenta que pocas personas de raza negra asistían. Dos eran una pareja sentada cerca de nosotros. Al llegar el momento de dar la mano como signo de paz, sentí inspirado a estrechar la mano a través del pasillo y darle mano al hombre, diciéndole “La paz esté con usted”.
Hay veces cuando una iglesia es el único lugar donde un extranjero se puede sentir en casa.
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