Arzobispo Charles Chaput en el Simposio de Obispos de la Universidad de Notre Dame, 19 de octubre, 2016.
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Gran parte de lo que diré hoy probablemente ya lo saben. Pero eso no impide una buena discusión, así que espero que me tengan paciencia.
Cuando me sentaba para escribir mi charla la semana pasada, un amigo me envió por correo electrónico una copia de una ilustración de un manuscrito del siglo XIII. Es un cuadro de María dándole un puñetazo al diablo en la nariz. No lo reprende. No entabla conversación con él. Le da un puñetazo en la nariz. Creo que es el lugar perfecto para empezar nuestra discusión.
Cuando la mayoría de los católicos pensamos en María, tenemos una de dos imágenes en la cabeza: la virginal adolescente judía de Galilea que le dice sí al plan de Dios; o la madre de Jesús, la mujer de misericordia y ternura, — nuestra “vida, dulzura, y esperanza”. Fácilmente podemos olvidar que María también es la mujer vestida del sol que aplasta la cabeza de la serpiente. Ella encarna en su pureza la grandeza de la humanidad plenamente viva en Dios. Ella es la madre que intercede por nosotros, nos consuela y nos enseña, pero que también nos defiende.
Y al hacer eso, ella nos recuerda la gran frase de C.S. Lewis de que el cristianismo es una “religión luchadora”, no en el sentido de odio o violencia dirigida a otras personas, sino en la lucha espiritual contra el mal en nosotros y en el mundo que nos rodea, donde nuestras armas son el amor, la justicia, la valentía y la entrega.
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San Cirilo de Jerusalén describió nuestro combate espiritual de esta manera: “hay una serpiente [el diablo] al borde del camino mirando a los que pasan: cuídate, no sea que te muerda con la incredulidad. Ve a tantos recibir la salvación y está buscando a quien devorar”. La gran escritora estadounidense Flannery O’Connor añadió que, tome la serpiente la forma que tome, “es sobre este misterioso pasarla de largo, o caer en sus fauces, que historias de cualquier profundidad siempre estarán interesadas en contar, y siendo así, esto requiere considerable valentía en cualquier momento, en cualquier país,” para no alejarse de la historia de Dios o de su Narrador.
Si el tema de nuestra reunión esta semana es recuperar a la Iglesia para la imaginación católica, no podemos ignorar el hecho que el modelo de carne y la sangre para nuestra Iglesia – María como mater et magistra – es experta en darle puñetazos al diablo en la nariz. Y como como hijos adoptivos de María, necesitamos ser obispos que guían y enseñan como el gran Cirilo de Jerusalén.
Habiendo dicho esto, mis pensamientos hoy vienen en tres partes. Quiero hablar primero acerca de las personas en que nos hemos convertido como católicos estadounidenses. Pasaré entonces a cómo y por qué llegamos a donde estamos. Finalmente sugeriré lo que debemos hacer al respecto, no sólo como individuos sino, más importantemente aún, como Iglesia. Necesitamos recuperar nuestra identidad como comunidad creyente. Y creo que una buena manera de comenzar a hacerlo es con el “contenido catequético” de nuestro actual momento político.
Mi tema hoy no es la política. Y no desperdiciaré nuestro tiempo sopesando a un candidato contra el otro. Ya dije en otro lado que cada uno es una vergüenza nacional, aunque por razones diferentes. Pero la política tiene que ver con el ejercicio del poder y el poder siempre tiene una dimensión moral.
Así que no podemos evitar tratar sobre esta elección, al menos brevemente. Esto es lo que me parece curioso. Dado su estilo desagradable y la hostilidad que el Señor Trump despierta en los medios de comunicación, la ventaja de la señora Clinton debería ser aún mayor de lo que es. Pero no es así. Y hay aquí una lección. Es ésta: incluso muchas personas que desprecian lo que representa el Señor Trump parecen disfrutar de su talento para torcerle el cuchillo a la elite que gobierna los Estados Unidos y a sus pretensiones, plasmadas en la persona de Hillary Clinton.
Los americanos no son tontos. Tienen buen olfato cuando las cosas no están bien. Y una de las cosas que está mal con nuestro país ahora mismo es el vaciamiento y la redefinición de todas las palabras clave del léxico público de nuestro país; palabras como democracia, gobierno representativo, libertad, justicia, debido proceso, libertad religiosa y protección constitucional. El lenguaje de nuestra política es el mismo. El contenido de las palabras es diferente. Votar aún importa. Las protestas públicas y las cartas a los miembros del Congreso aún pueden tener un efecto. Pero cada vez más la vida de nuestro país se rige por la orden ejecutiva, la extralimitación judicial y los organismos administrativos con poca rendición de cuentas ante el Congreso.
La gente está molesta porque se sienten impotentes. Y se sienten impotentes porque lo son de muchas maneras. Cuando Tocqueville escribió Democracia en América, asumió que sólo dos estructuras sociales básicas eran posibles en la era moderna, la democracia y la aristocracia. Debido a su atractivo para las masas, la democracia sería el ganador. Una vez que asumimos que el poder surge de la gente, del ciudadano de a pie, no de una nobleza estilizada, el pueblo obviamente tiene el derecho a gobernar.
Al menos esa es la teoría. La realidad es más compleja. Tocqueville señaló que incluso en los Estados Unidos, “pasiones [tanto] aristocráticas [como] democráticas se encuentran en la base de todos los partidos”. Estas pasiones podrían estar ocultas a la vista. Pero están muy vivitas y coleando. Cabe destacar que aristoi es simplemente la palabra griega para “el mejor”, y en la práctica, las elites sociales vienen en todas formas y tamaños.
Las elecciones de 2016 es uno de esos raros momentos cuando la naturaleza repelente de ambos candidatos presidenciales nos permite al resto de nosotros ver el terreno pastoral de nuestra nación como es realmente. Y la vista no es agradable. Las élites culturales y políticas de los Estados Unidos hablan mucho de igualdad, oportunidad y justicia. Pero se comportan como una clase privilegiada con una autoridad basada en sus conexiones y habilidades. Y apoyada por medios de comunicación afines, están rehaciendo el país como algo muy diferente a cualquier cosa que recordemos la mayoría de nosotros o que los Fundadores hayan imaginado.
La filtración WikiLeaks la semana pasada de correos electrónicos de la comitiva de Clinton dice mucho acerca de cómo la élite ve a personas como las reunidas en este salón. No es amigablemente.
Pero ¿qué tiene esto que ver con nuestro tema? Mucho. G.K. Chesterton bromeó una vez diciendo que Estados Unidos es una nación que piensa que es una iglesia. Y tenía razón. De hecho, era más exacto de que lo que podría haber imaginado. Los católicos llegaron a este país para construir una nueva vida. Y les fue muy bien. Tan bien que a estas alturas muchos de nosotros los católicos nos hemos asimilado en gran medida y hemos sido digeridos por una cultura que diluye nuestras fuertes convicciones religiosas en nombre de la tolerancia liberal y embota nuestras ansias de lo sobrenatural con un río de ateísmo práctico en forma de bienes de consumo.
Para decirlo de otro modo, no pocos católicos americanos nos hemos esforzado para llegar a una clase líder que el resto del país tanto envidia como resiente. Y el precio de la entrada ha sido la transferencia de nuestras lealtades reales y convicciones de la vieja Iglesia de nuestro bautismo a la nueva “iglesia” de nuestras ambiciones y apetitos. Personas como Nancy Pelosi, Anthony Kennedy, Joe Biden y Tim Kaine no son anomalías. Forman parte de una multitud que atraviesa todas las profesiones y los dos principales partidos políticos.
Durante sus años como obispo de Roma, Benedicto XVI tuvo el talento de ser muy franco al nombrar pecados y llamar al pueblo a la fidelidad. Pero al mismo tiempo modeló esa fidelidad con una especie de calidez personal que revelaba la belleza de esa fidelidad y desarmaba a la gente que lo escuchaba. Habló varias veces sobre la “apostasía silenciosa” de tantos laicos católicos hoy e incluso muchos sacerdotes; y sus palabras se han quedado conmigo durante los años porque las decía con un espíritu de compasión y amor, no de reprensión.
Apostasía es una palabra interesante. Proviene del verbo griego apostanai – que significa rebelión o deserción; literalmente “separarse de”. Para Benedicto, los laicos y sacerdotes no necesitan renunciar públicamente a su bautismo para ser apóstatas. Simplemente necesitan quedarse callados cuando su fe católica exige que hablen; ser cobardes cuando Jesús les pide que sean valientes; “separarse de” la verdad cuando tienen que esforzarse y luchar por ella.
Es una palabra a tener en cuenta al examinar nuestros propios corazones y los corazones de nuestra gente. Y mientras lo hacemos, podríamos reflexionar sobre lo que la asimilación realmente nos ha dado cuando el vicepresidente Biden preside un matrimonio gay y el senador Kaine nos da lecciones sobre cómo la iglesia debe cambiar y en qué clase de criatura nueva debe convertirse.
Entonces, ¿cómo llegamos a este momento, y cuando empezó el proceso?
Supongo que 1960 es una buena fecha para fijar el inicio de nuestros problemas actuales. Cuando el candidato John Kennedy prometió a los ministros bautistas de Houston que – si fuera elegido – mantendría su fe católica separada de su mandato presidencial. O podríamos utilizar el 1984 como inicio. Es entonces cuando Mario Cuomo dio su ampliamente elogiada pero finalmente incoherente defensa de la postura de Kennedy sobre la vida pública — la táctica del “me opongo personalmente a males como el aborto, pero” – en un discurso dado aquí en Notre Dame.
O podríamos utilizar el 1962 como otra razonable fecha inicial. Es entonces que el Presidente Kennedy dijo a un grupo de asesores políticos: “el hecho es que la mayoría de los problemas, o al menos muchos de los problemas a los que nos enfrentamos hoy, son problemas técnicos… problemas administrativos. Son juicios muy sofisticados que no se prestan a la gran clase de ‘movimientos apasionados’ que han agitado este país tan a menudo en el pasado. Ahora son cuestiones que van más allá de la comprensión de la mayoría de los hombres.”
Esa última línea de Kennedy — describiendo nuestros problemas como “más allá de la comprensión de la mayoría de los hombres” – resume el espíritu de las clases que nos lideran. Brevemente, su mensaje es este: “gente inteligente debe manejar las cosas, y la mayoría de las personas no son lo suficientemente inteligentes para calificar. Pero el país no debe preocuparse siempre y cuando la gente realmente inteligente como nosotros – en otras palabras, los tecnológica y administrativamente dotados – esté a cargo. Así que no la muevas el barco con mucho ruido inútil de los deplorables.”
En efecto, la tecnología y sus comodidades son ahora nuestro horizonte substituto cuanto a lo sobrenatural. La tecnología obtiene resultados. La oración, no tanto – o al menos no tan inmediata y obviamente. Por lo que nuestra imaginación se dobla gradualmente hacia lo horizontal y lejos de lo vertical.
La religión aún puede ser útil en este nuevo régimen para ayudar a personas crédulas a hacer cosas socialmente útiles. Pero la religión no es “real” de la misma manera que la ciencia y la tecnología son reales. Y si, como dijo John Kennedy, nuestros principales problemas sociales hoy en día son prácticos y técnicos, entonces hablar del cielo y el infierno comienza a sonar como un vudú irrelevante. La Iglesia de nuestro bautismo es salvífica. La iglesia donde muchos americanos realmente rinden culto, la iglesia que llamamos nuestra cultura popular, es terapéutica.
Déjenme plantear nuestra situación de esta manera. Los dos inevitables hechos de la vida son la mortalidad y la desigualdad. Vamos a morir. Y – aquí estoy cometiendo una herejía americana capital – no somos creados “iguales” en el sentido secular de esa palabra. Obviamente no somos iguales en docenas de modos: salud, intelecto, capacidad atlética, oportunidad, educación, ingresos, estatus social, recursos económicos, sabiduría, habilidades sociales, carácter, santidad, belleza o cualquier otra cosa. Y nunca lo seremos. Una política social sensata puede aliviar nuestras desigualdades materiales y mejorar la vida de los pobres. Pero como advirtió Tocqueville, en la medida que tratemos de imponer una radical, antinatural, igualdad igualitaria, más “totalitaria” se hará la democracia.
Para todo lo que habla de diversidad, la democracia finalmente es monista. Empieza protegiendo la autonomía del individuo pero puede fácilmente acabar eliminando centros de autoridad en competencia y absorbiendo la sociedad civil en el Estado. Incluso la familia, vista a través de ojos democráticos seculares, puede ser parecer ineficiente, parroquial, y un invernadero potencial de problemas sociales. La autoridad de los padres puede hacerse sospechosa porque escapa al escrutinio y control del Estado. Y el Estado se puede presentar fácilmente como más capaz de educar a los jóvenes por la superioridad de sus recursos y su más amplia comprensión de las necesidades de la sociedad.
Claramente nuestras libertades civiles e igualdad ante la ley son premisas muy importantes para una sociedad decente. Son principios vitales para nuestra vida pública común. Pero también son construcciones puramente humanas y en cierto sentido, ficciones.
Lo que los cristianos entienden por “libertad” e “igualdad” es muy diferente del contenido secular de esas palabras. Para el creyente, la libertad es más que un menú de opciones o la ausencia de opresión. La libertad cristiana es la libertad, el conocimiento y el carácter para hacer lo que es moralmente correcto. Y el significado cristiano de “igualdad” es mucho más sólido que el equivalente moral de una ecuación matemática. Se trata de la clase de amor que una madre siente por cada uno de sus hijos, que realmente no es igualdad en absoluto. Una buena madre ama a sus hijos infinita e irrepetiblemente – no “igualmente,” porque eso sería imposible. Más bien, los ama profundamente en el sentido de que todos sus hijos son carne de su carne y tienen un derecho permanente, ilimitado a su corazón.
Así es con nuestra comprensión católica de Dios. Cada vida humana, no importa cuán aparentemente inútil, tiene dignidad infinita a sus ojos. Cada vida humana es amada sin límites por el Dios que nos creó. Nuestras debilidades no son signos de indignidad o fracaso. Son invitaciones a depender unos de otros y a llegar a ser más nosotros mismos regalando nuestras fortalezas en el servicio de los demás, y a recibir su apoyo a cambio. Ésta es la verdad de una antigua fábula sobre el cielo y el infierno: los que están tanto en el cielo como el infierno tienen exactamente las mismas mesas. Ambos tienen exactamente los mismos deliciosos alimentos. Pero las cucharas en ambos lugares son demasiado largas. En el infierno personas se mueren de hambre porque tratan de alimentarse a sí mismas. En el cielo florecen porque se alimentan unos a otros.
No obstante sus grandes logros, la cultura democrática procede de la idea de que nacemos como individuos autónomos, creadores de nosotros mismos, y que debemos ser protegidos y hechos iguales a los demás. No es verdad. Y conduce al peculiar impulso progresista para dominar y realinear la realidad en conformidad con el deseo humano, mientras que el cristiano domina y realinea sus deseos para conformarse a, y mejorar, la realidad.
Quiero dedicar mis últimos minutos a lo que debemos hacer.
Charlas como la mía hoy son siempre una experiencia mixta. Cuando describimos tiempos difíciles, las palabras pueden fácilmente parecer sombrías y alarmantes. No es mi intención en absoluto. Optimismo y pesimismo son formas gemelas de autoengaño. En su lugar necesitamos ser un pueblo de esperanza, lo que significa que no tenemos el lujo de quejarnos.
Hay demasiada belleza en las personas y en el mundo para que nos amarguemos. Y al recordárnoslo en la alegría del Evangelio, su primera exhortación apostólica, el Papa Francisco nos da un gran regalo. Una de sus cualidades más fuertes – y vi esto en el encuentro mundial de las familias en Filadelfia – es su capacidad de inspirar confianza y alegría en las personas cuando habla francamente de los problemas a los que nos enfrentamos en un mundo que sufre.
La serenidad del corazón viene de tratar de vivir conscientemente cada día las cosas que decimos creer. Actuar de acuerdo a nuestra fe aumenta nuestra fe. Y sirve como un imán para otras personas. Para recuperar la Iglesia para la imaginación católica, debemos comenzar por renovar en nuestra gente un sentido que la eternidad es real, que juntos tenemos una misión de la que depende el mundo, y que nuestras vidas tienen consecuencias que trascienden el tiempo. Francisco irradió todas estas cosas durante su visita a Filadelfia.
Si los hombres y las mujeres están realmente hechos para el heroísmo y la gloria, para estar en presencia del Dios vivo, nunca podrán satisfacerse con una religión burguesa, mediocre, para sentirse bien. Nunca serán alimentados por una liturgia mal hecha y moralismos superficiales. Pero eso es lo que con demasiada frecuencia les damos. Y la razón por la que lo hacemos es que muchos de nosotros hemos acogido con beneplácito la buena noticia del Concilio Vaticano II, sin tallar su exigencia de conversión en la piedra de nuestros corazones. Al abrirnos al mundo, hemos olvidado nuestros papeles en el drama más grande de nuestras vidas – la historia de la salvación, que siempre, de alguna manera, implica pasar de largo a la serpiente de San Cirilo.
En Filadelfia me llama la atención cuántas mujeres veo ahora en la calle vistiendo el hiyab o incluso la burka. Algunos de mis amigos se molestan por este tipo “osado” de Islam. Pero yo lo entiendo. El hiyab y la burka dicen dos cosas importantes en una cultura moralmente confundida: “No soy sexualmente disponible;” y “Pertenezco a una comunidad diferente y separada de ustedes y de sus obsesiones”.
Tengo una larga lista de preocupaciones con el contenido del Islam. Pero admiro la integridad de las mujeres musulmanas. Y tenemos que ayudar a los católicos a recuperar su propio sentido de distinción cuanto al derretimiento secular que los rodea. La Iglesia y la democracia estadounidense son tipos de sociedades muy diferentes, con muy diferentes estructuras y objetivos. No pueden ser integradas plenamente sin eviscerar la fe cristiana. Una “separación” apropiada para los católicos existe ya en el Nuevo Testamento. Demasiado a menudo la hemos ignorado porque la civilización occidental tiene raíces tan profundamente cristianas. Pero tenemos que recuperarla, comenzando ya.
Los católicos hoy – y yo soy uno de ellos – sienten mucha inquietud por la disminución de números y estadísticas sacramentales. Obviamente tenemos que hacer todo lo posible para traer a los católicos tibios de vuelta a una vida activa en la iglesia. Pero nunca debemos tener miedo de una Iglesia más pequeña, más ligera, si sus miembros también son más fieles, más fervientes, más misioneros, y más comprometidos con la santidad. Asegurarnos de que así sea es la tarea de nosotros los obispos.
Perder personas que son miembros de la Iglesia solo de nombre es una pérdida imaginaria. Puede ser, de hecho, más honesto para los que se van y más saludable para los que se quedan. Nos debemos centrar en el compromiso, no en números o peso institucional. No tenemos nada que temer mientras actuemos con fe y valentía.
Tenemos que hablar clara y honestamente. La vida burocrática moderna, incluso en la Iglesia, es el enemigo de la franqueza y la verdad. Vivimos en una época que vive de la subversión del lenguaje. Y aquí hay un ejemplo. “Acompañamiento”, cuando el Papa Francisco utiliza la palabra, es un bien grande y evidente. Francisco nos enseña con razón la necesidad de encontrarnos con la gente donde están, para caminar con ellos pacientemente y hacernos sus amigos en el camino de la vida. Pero la misma palabra es ampliamente mal utilizada por otros. A dónde lleva el camino de la vida hace la diferencia – especialmente si se trata de acompañar a alguien que se desbarranca.
Aquí hay otro ejemplo: un teólogo en mi propia diócesis recientemente incluyó la “inclusión” como uno de los mensajes centrales del Concilio Vaticano II. Sin embargo, que yo sepa, la palabra “inclusión” no existía en la década de los sesenta y no aparece en ninguna parte de los documentos conciliares.
Si por “inclusive” entendemos invitar paciente y sensiblemente a todas las personas a una relación con Jesucristo, entonces sí, tenemos que ser inclusives, y mucho. Pero si “inclusive” significa incluir a personas que no creen lo que enseña la fe Católica y que no reformarán sus vidas de acuerdo con la verdad que la Iglesia sostiene, entonces la inclusión es una forma de engaño. Y no solo es engaño sino un acto de traición y violencia contra los derechos de aquellos que sí creen y sí buscan vivir según la palabra de Dios. La inclusión requiere la conversión y un cambio de vida; o al menos el deseo sincero de cambiar.
Decir esto no es una forma de legalismo o una falta de caridad. Es simple honestidad. Y no puede ser verdadera la caridad sin honestidad. Tenemos que ser muy cuidadosos de no hipnotizarnos a nosotros mismos con nuestras palabras y sueños. La “nueva evangelización” no es fundamentalmente tan diferente de la “vieja evangelización”. Comienza con el testimonio y la acción personal, y con amistades sinceras entre católicos comprometidos – no con programas burocráticos o planes que suenan elegantes. Estos pueden ser importantes. Pero no son nunca el núcleo del asunto.
Cuando fui ordenado obispo, un sabio viejo amigo me dijo que cada obispo debe ser parte radical y parte curador de museo – un radical en predicar y vivir el Evangelio, pero un protector de la memoria, fe, heredad e historia cristiana que nos hacen parte de un pueblo creyente a través de los siglos.
Trato de recordarlo todos los días. A los estadounidenses nunca les ha gustado la historia. La razón es simple. El pasado viene con obligaciones para el presente, y la ilusión más preciada de la vida americana es que podemos rehacernos a nosotros mismos como queramos. Pero los cristianos somos diferentes. Somos ante todo una comunión de personas en misión a través del tiempo – y nuestro sentido como individuos proviene de la parte que jugamos en aquella mayor comunión e historia.
Si queremos reclamar quiénes somos como Iglesia, si queremos renovar la imaginación católica, tenemos que empezar en nosotros mismos y en nuestras parroquias locales, desconectando nuestros corazones de los supuestos de una cultura que aún parece familiar pero que ya no es realmente “nuestra”. Es un momento que llama al valor y la franqueza, pero de ningún modo es el primer momento de este tipo.
Por esta razón María – la joven virgen judía, la madre amorosa y la mujer que le da un puñetazo al diablo en la nariz – fue, es y siempre será la gran defensora de la Iglesia. Y así podemos decir con confianza: Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros. Y San Cirilo de Jerusalén, patrono de los obispos, sé nuestro modelo y hermano en nuestro servicio al hijo de María, Jesucristo. Que así sea: Amén.
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