Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

La elección del 2016 ha ido y venido, pero los problemas que enfrentamos como nación siguen siendo tan reales e intratables como lo fueron hace un mes.  Las elecciones centran nuestra atención; encienden nuestras emociones.  Pero el trabajo real de la práctica de nuestra fe católica a la construcción de una cultura de vida sucede entre nuestros viajes a la cabina de votación.

Esta semana los católicos tienen la oportunidad de lavar la mugre y los fuertes sentimientos de una temporada de campaña amargamente difícil.  La Acción de Gracias es una fiesta única estadounidense con raíces profundamente religiosas.  Y este fin de semana, en el primer domingo de Adviento se abre el nuevo año de Iglesia.  Es una oportunidad para empezar de nuevo; un tiempo para examinar nuestros corazones a la luz del Evangelio, arrepentirnos de nuestros pecados y buscar la venida de nuestro Salvador.

Realmente no podemos experimentar o entender la Navidad a menos que primero conformemos nuestros corazones a un espíritu de gratitud y entonces anhelemos el Adviento.

En un mundo marcado a menudo por el sufrimiento y el deseo, Dios ha bendecido a los estadounidenses con una amplia gama de libertades y de extraordinaria abundancia material, como nación y como individuos.  Nadie nos «debe» esta abundancia, y nuestras libertades civiles y religiosas son raras a escala mundial.  Otras  personas alrededor del mundo trabajan tan duro como lo hacemos nosotros, o más duro, y reciben mucho menos de la vida.  Muchos también sufren un alto grado de opresión religiosa y política.

El Día de Acción de Gracias es un buen momento para recordar el mensaje de las Escrituras: «Al que se le ha dado mucho, se le exigirá mucho» (Lc 12:48).  Los estadounidenses tenemos el privilegio de dirigir nuestros corazones a Dios en gratitud y paz, pero también tenemos la invitación de Dios para compartir nuestra abundancia con los que tienen mucho menos que nosotros.

El Adviento, mientras tanto, nos llama a todos a volver a enfocar nuestra vida en la promesa de Dios de liberación y la realidad de carne y sangre de Cristo Jesús, nuestro Liberador, que vino primero a nosotros en Belén, llega a nosotros hoy día en la Eucaristía y vendrá de nuevo al final del tiempo.

Como hemos escuchado una y otra vez durante el año pasado, nuestra fe católica, si es genuina, debe tener consecuencias, primero en nuestra vida privada, y después en nuestro testimonio público.  Si realmente creemos en la venida de un Mesías, nuestra vida lo reflejará en la manera en que tratamos a nuestras familias, nuestros amigos y compañeros de trabajo, los pobres, el niño por nacer, las personas sin hogar y los que sufren.

La fe verdadera nos llevará a vivir nuestras vidas en un espíritu de humildad, esperanza y valentía, como lo hizo María de Nazaret.  También nos guiará para presionar a nuestros líderes, de ambos partidos políticos, por leyes y políticas sociales que respeten la dignidad de la persona humana, desde la concepción hasta la muerte natural.

Jesús, su madre y su padre adoptivo José sabían la realidad de la pobreza por experiencia propia.  Sabían del miedo a estar sin abrigo; de ser perseguidos por enemigos y ser «extranjeros en una tierra extraña» como refugiados en Egipto.  Como sugerí en mi columna la semana pasada, millones de inmigrantes en nuestro país –muchos de ellos indocumentados; muchos de ellos con familias; la gran mayoría trabajadora e inocente de cualquier delito violento—, sienten la misma incertidumbre y vulnerabilidad.  Eso es por qué la decencia hacia los inmigrantes indocumentados entre nosotros es tan urgente y en tanta necesidad de participación católica.

Pero la inmigración y especialmente la situación de las familias indocumentadas, es sólo uno de una docena o más de los problemas que enfrenta ahora nuestro país y que claman por la oración y acción de los cristianos –en ese orden.  Toda acción social genuinamente católica nunca es simplemente «humanitaria».  Por el contrario, siempre comienza y termina en la adoración de Jesucristo, centro y sentido de la historia humana.  Así que, si realmente queremos cambiar el mundo, tenemos que empezar en silencio diciendo «sí» a Dios como lo hizo María.  Sólo podemos empezar una revolución profunda y duradera con nuestra propia conversión de corazón; con nuestra obediencia a Dios usando a María como modelo.

Tenemos mucho que orar y hacer en los próximos meses.  Pero vamos a comenzar esta semana anclando nuestra observancia de Acción de Gracias y Adviento en el Dios que nos da vida y nos rodea con su amor sustentador.

Así que Dios bendiga a todos nosotros en este Acción de Gracias y Adviento, y que nos traiga la alegría de la Navidad.