Hace 47 años en San Antonio, Texas, el 5 de mayo de 1970, el padre Patricio Flores, el sexto de nueve hijos de un matrimonio analfabeto, de padres quienes trabajaban como campesinos en el cultivo de algodón y arroz en Texas, fue ordenado el primer obispo latino de Estados Unidos. Su reciente muerte, a la edad de 87 años, me recuerda como él enriqueció mi vida y la de innumerables otros.
Latinos ese año acogieron su ordenación con tanto entusiasmo que la ceremonia se tuvo que celebrar en el centro de convenciones de esa ciudad para acomodar a las 8,000 personas que querían participar.
Los que se congregaron ese día no eran todos de la arquidiócesis pero vieron a ese hombre quien había sido campesino como su propio obispo, especialmente aquellos como mi familia, quienes habían trabajado en el campo. Afortunadamente, el nuevo obispo también veía a todos los mexicano-estadounidenses como sus feligreses, y recibía la bendición del arzobispo Francis J. Furey de San Antonio para trabajar con ellos.
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Él visitó a Cesar Chávez cuando estaba encarcelado en California; se reunió con los líderes de una gran manifestación en Los Ángeles protestando las desproporcionadas casualidades latinas en la guerra de Vietnam; se integró a una campaña para llevar a la justicia a un oficial de la policía que asesinó a un joven latino sin justificación; y apoyó una organización de gente pobre que exigía mejores escuelas y servicios municipales para los barrios de San Antonio.
Yo le conocí después de su ordenación episcopal cuando era obispo auxiliar en San Antonio y con los años lo entrevisté muchas veces, en especial cuando era el arzobispo. Lo llegué a ver como mi obispo en 1977 cuando yo me encontré gravemente enfermo en el Hospital Lenox Hill en Manhattan con los efectos de un absceso de amibas que se reventó. Nadie esperaba que sobreviviera.
Un día recibí una carta del obispo con el siguiente mensaje:
“Carísimo Señor Sandoval: Estuve en DC la semana pasada y me enteré que usted está enfermo y en el hospital. Verdaderamente lo siento mucho. Quiero unirme con su familia, sus muchos amigos y con usted en oración a nuestro Padre Celestial. Todos le pedimos que le permita recuperarse rápidamente.
“Apúrese, sí … pero no mucho. Todos lo necesitamos muchísimo, como usted lo sabe. Pero necesita su salud y no debe tomar riesgos innecesarios apurándose demasiadamente. Ha hecho demasiado para los demás. Ahora es tiempo de hacer algo para si mismo. Cuídese.
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“Quiero asegurarle que continuaré recordándome de usted en mis oraciones diariamente. Avíseme si le puedo ayudar en cualquier otro modo. Ahora es el tiempo de recordar que somos tus hermanos. ¡Paz y bien!
“Quiero que sepa que no está solo. Estaremos con usted en espíritu y oración. Paz y los mejores deseos”.
Lloré al leer esas palabras. Qué alegría saber que nuestro primer obispo latino, aunque estaba a 2,000 millas de distancia, se dedicaba a escribirme y animarme en mi desesperada lucha para sobrevivir y sabía qué difícil es conquistar el sentido que uno no está solo durante una crisis.
Guardé su carta sobre la mesita al lado de mi cama en la sala de cuidado intensivo y cuando me desanimaba la leía de nuevo. Cuando por fin salí del hospital la traje a mi casa y la guardé en mi oficina. Por un tiempo la perdí, pero la encontré después. Al leerla, me di cuenta otra vez lo que nuestro primer obispo significó para mí y para nuestro pueblo.
El obispo nos enseñó que no estamos solos.
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