Vivimos en un mundo obsesionado con la identidad. Dondequiera que miramos, alguien está hablando de “libre expresión,” “autoidentificación,” o “autoencuentro.” Y con razón, porque la respuesta a la pregunta “¿quién soy yo?” es una de las mayores preguntas con la que tenemos que batallar como seres humanos; tiene profundas implicaciones para lo que hacemos con nuestras vidas, por qué debemos ser tratados con dignidad, por qué y cómo estaremos en relación, y por último, por qué
nosotros debemos ser amados.
En este punto, la Iglesia y el mundo concuerdan. La cuestión de la identidad es central a la experiencia humana; el problema es que en nuestro mundo moderno tendemos a construir nuestra identidad
sobre bases no confiables. A menudo, tendemos a identificarnos no por quiénes somos, sino por lo que
hacemos (p. ej., soy maestro); o lo que deseamos (p. ej., soy gay); o el grupo al que pertenecemos (p.
ej., soy republicano). Sin embargo, estas formas de identificarnos nunca nos satisfacen porque están
basadas en cosas que en realidad están de paso; los trabajo se pueden perder, los deseos van y vienen
y los grupos se deshacen. Cuando basamos nuestra identidad en cosas que no son duraderas,
arriesgamos la desesperación y confusión que resulta cuando inevitablemente pasan; debemos,
entonces, encontrar nuestra identidad en un lugar más profundo.
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El famoso pasaje del Concilio Vaticano II que se encuentra en casi todos los escritos de san Juan Pablo II
nos puede ayudar aquí: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. […] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». (GS,
22). En otras palabras, la respuesta a la pregunta humana más profunda ¿quién soy yo? se encuentra
en la persona de Jesucristo de Nazaret. Cristo establece y nos revela la primera y más fundamental
identidad del ser humano: eres un hijo o una hija del Dios Altísimo.
La cuestión de la identidad está en el centro de la Conferencia de Mujeres Católicas 2018 de este mes
de octubre. En la elección de la temática «Hijas del Rey», los organizadores han acertado. En una
cultura donde la cuestión de la identidad está en todas partes, están invitando a las mujeres a
descubrir y abrazar una identidad inalterable, permanente y duradera que han recibido de Dios: eres
una hija del Rey de cielos y tierra. La filiación de una mujer en Dios no es una imaginación piadosa, un
buen nombre que una mujer se da a sí misma para sentirse especial. La identidad hija de Dios es la
verdad más fundamental acerca de cada mujer; es el fundamento de su existencia, la fuente de su
belleza, la seguridad de su amabilidad y el ancla inamovible de su dignidad. No importa qué
circunstancias se desplacen y cambien en su vida, la filiación de una mujer ante Dios, y por lo tanto el
hecho de que ella sea infinitamente amada, nunca cambiará. (Lo mismo es cierto para los hombres en
su filiación ante Dios el Padre.)
Yo invito y con gusto animo a las mujeres de la Arquidiócesis a venir a la Conferencia de Mujeres este
año para encontrar y reclamar su identidad como una hija del Rey. Les aseguro que cuando esto se
convierta en el fundamento de sus vidas, los frutos serán enormes.
La Conferencia de Mujeres católicas 2018 «Hijas del Rey» se lleva a cabo el sábado, 27 de octubre del
2018, de 9:00 a 4:00 en el Santuario Nacional de Nuestra Señora de Czestochowa en Doylestown, PA.
Se espera que las entradas se agoten para mediados de septiembre. Más información e inscripciones
pueden encontrarse en catholicwomensconference.org.
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