Moises Sandoval

“¿Qué haces para el dolor?”, mi amiga de muchas décadas Emma Gómez me preguntó un día. Como ella siempre ha sido ejemplar católica, aunque ahora a los 91 años ya no le permiten manejar auto para asistir a la Misa y recibir Comunión diariamente, le di la respuesta del catecismo: “Lo ofrezco a Dios”.

No era la respuesta que quería. Hoy día todo el mundo busca la píldora mágica u otro medicamento para quitar el dolor.

Las grandes empresas farmacéuticas han realizado billones de dólares creando medicamentos narcóticos, algunos mil veces más poderosos que la morfina, antes la más potente medicina. En Colorado, donde la marihuana es legal, una pomada de esa droga, según mi hermano, Ramón, alivia el dolor crónico en un brazo. Sea para soportar o desterrar el dolor, con el licor, píldora o droga, la búsqueda del alivio es eterna.

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La venida de la Cuaresma me recuerda que vengo de una sociedad que aceptaba y hasta buscaba el dolor. Nuevo México es donde originó una sociedad cuyos miembros se azotaban durante la Semana Santa en moradas sin ventanas y para imitar lo que sufrió Jesús Nazareno hacían un Viacrucis violento, menos la crucifixión actual. Uno de los penitentes, como se conocían sus miembros, cargaba la cruz mientras que sus compañeros lo azotaban con látigos de cuero, ensangrentándolo.

Para mí, que todavía no cumplía 10 años, ese Viacrucis era lo que más llamaba atención el Viernes Santo. Las familias se reunían en una humilde capilla en la cuesta de una estribación cerca de nuestro rancho a una altura de 7,500 pies y, después de rezar las Estaciones de la Cruz, salíamos en desfile hacia la morada, a través de un llano ventoso.

Al mismo tiempo los penitentes se acercaban, con el hombre representando Cristo medio desnudo sangrando de los azotes. La marcha paraba cuando unos 30 metros separaban a los dos grupos. Seguía una liturgia de oraciones y alabanzas mientras que yo y mis hermanos tratábamos de entrever al “empeloto” cargando la cruz.

Mi favorito franciscano, el fallecido fraile Angélico Chávez — poeta, historiador, novelista y, por supuesto paisano nuevomexicano — no veía a los penitentes como extranjeros.

En un libro titulado “My Penitente Land: Reflections on Spanish New Mexico”, sobre la relación de nuestra tierra natal de alto desierto y nuestra fe, el escribió: “Todos nosotros somos penitentes en algún modo, por medio de orígenes de sangre y paisaje y una larga historia de sufrimiento”. Para él, la “historia intima de creencias y anhelos” fue labrada no sólo por la larga jornada de la historia sino también por la topografía y el clima.

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Desde esa perspectiva, el desierto es la llave para nuestro encuentro con Dios. Por eso, Jesús fue allí para prepararse para su misión. Si la ciudad es el testamento de la vanidad humana de controlar, de ser jefe del universo, el desierto es lo opuesto.

Allí la vida existe en su forma más elemental, suspendida por un hilo, su sobrevivencia nunca segura. Allí controlamos nada. La Cuaresma nos desafía ir allí, para aceptar lo insignificante que somos, realizando que dependemos totalmente de Dios para la vida, salud, prosperidad y sobrevivencia.

Vamos al desierto para escaparnos del estrépito de la multitud, para buscar los espacios tranquilos donde podemos reflexionar quienes somos y a donde vamos. El ayuno nos purifica física y espiritualmente. La oración y meditación nos reorientan hacia lo bueno. Si no tenemos desierto, creamos uno virtual, sondando la profundad del silencio, calmando nuestro desvarió.

En 1 Corintios 9:27, san Pablo escribió: “Disciplino mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de enseñar a los demás, quede yo descalificado”.