Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

El Miércoles de ceniza comienza la estación católica de la Cuaresma, un tiempo de examinar nuestras conciencias, confesar y arrepentirnos de nuestros pecados, y trabajar para cambiar el rumbo de nuestras vidas hacia Dios mediante la oración, el sacrificio y los actos de caridad hacia otros.

Todos nosotros tenemos formas personales de hacerlo. Un amigo mío tiene el hábito de cada Cuaresma escuchar de principio a fin una versión en audio de la Divina comedia, de Dante Alighieri del siglo XIV. La Comedia — el viaje imaginario de Dante a la entraña del infierno (Inferno), al purgatorio (Purgatorio) y al paraiso y la visión beatífica (Paradiso), es uno de los grandes logros de la civilización occidental.

Para la gente ocupada distraída por el trabajo, las facturas y la familia, sin embargo, leer a menudo es imposible; escuchar un CD es mucho más fácil. Recitada por el fallecido poeta John Ciardi, o realizada por un conjunto de la BBC, la Comedia crea vida en una poderosa — y espeluznante — forma. Dante entiende, como ningún otro escritor, el corazón humano, nuestra capacidad para ambos el bien y el mal y las consecuencias de nuestras acciones. Como el autor vio claramente, quien imagina que el amor y la misericordia de Dios de alguna manera excluyen su justicia debe pensar de nuevo. Por esta razón la Cuaresma es tan importante; es la época en la vida de la Iglesia que nos llama a disciplinar nuestros apetitos, dejar a un lado nuestras excusas y tomar una mirada honesta al estado de nuestras almas.

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San Juan XXIII, el «el Buen Papa Juan» que convocó al Concilio Vaticano II, le gustaba describir a la Iglesia como nuestra madre y maestra; siempre lo ha sido -incluso en los tiempos en los que sus líderes y pueblo le han fallado (Dante tiene una abundante población de clérigos y religiosos, incluyendo papas y obispos, en su Inferno). En ese papel de madre, la Iglesia nos brinda un plan para realizar la obra de renovación de Dios en nuestros corazones y en la sociedad en general. La doctrina católica aboga maravillosamente por la santidad de la vida humana por nacer; la dignidad de la persona humana; la urgencia de la justicia económica y social; y el significado de la verdadera paz y el desarrollo humano. Y como madre, la Iglesia nos ofrece un examen de conciencia que podemos aplicar durante la Cuaresma a casi todos los aspectos de nuestras vidas:

¿Reverenciamos y defendemos la dignidad de la persona humana desde la concepción hasta la muerte natural?

¿Amamos realmente amamos a nuestros enemigos? Incluso, ¿lo intentamos?

¿Enseñamos a nuestros hijos a tener gratitud; a asumir la responsabilidad de su tiempo, decisiones y acciones; a sentir el sufrimiento de los demás; y a entender su papel en la construcción del bien común? ¿Alentamos a eso con nuestro propio buen ejemplo?

¿Predicamos, con nuestras acciones, la dignidad del trabajo humano y la importancia del libre albedrío, el trabajo y la creatividad? ¿Vivimos nuestras vidas con un propósito moral claro – el propósito de co-crear con Dios un mundo formado por el Evangelio?

¿Promovemos la nobleza del matrimonio y la integridad de la familia?

¿Practicamos justicia y misericordia en nuestras propias relaciones sociales y económicas? ¿Tratamos de erradicar los prejuicios en nuestros propios corazones? ¿Y animamos a la justicia en nuestros amigos, socios de negocios y líderes?

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¿Tomamos una parte activa en la arena pública? ¿Exigimos que nuestros líderes promuevan la santidad de la persona humana? ¿Y hacemos todo lo posible para corregirlos o sustituirlos si no lo hacen?

Finalmente, ¿cultivamos en nosotros mismos y en nuestros hijos un apetito por la sencillez, la humildad y solidaridad con los demás? La palabra «católico» significa universal. Vivimos la mayoría de nuestras vidas en nuestras familias y parroquias y es ahí donde deben siempre estar nuestras primeras prioridades. Pero no hay tal cosa como un católico simplemente «parroquial». El bautismo nos hace a todos miembros de la comunidad cristiana mundial. Es por ello que asuntos como el hambre, la pobreza, el desarrollo económico, la trata de seres humanos, los derechos de los trabajadores migrantes, la persecución religiosa — incluso cuando está sucediendo al otro lado del mundo— afectan a nuestros hermanos y hermanas en el Señor. Y por eso nos involucran.

Estamos en el mundo como agentes del amor y la alegría de Dios. Necesitamos vivir de manera que nos honremos mutuamente y que honremos la misión de la Iglesia, porque en nosotros y a través de nuestras acciones, tanto individualmente y como comunidad de fe, el mundo exterior juzgará el Evangelio que decimos creer.

Que Dios nos conceda a todos un tiempo santo y fructífero para volver nuestras vidas al Señor.