Hace exactamente 20 años, en el testimonio en el Senado de los Estados Unidos, pocas semanas después de la masacre de la Escuela Secundaria Columbine, ofrecí estos pensamientos:
El verdadero problema [de la violencia como la de Columbine en nuestra cultura] está aquí, en nosotros… En las últimas cuatro décadas hemos creado una cultura que comercializa la violencia de docenas de maneras diferentes, los siete días de la semana; es parte de nuestra estructura social. Cuando construimos nuestras campañas publicitarias basadas en el egoísmo y la codicia de los consumidores, y cuando el dinero se convierte en la medida universal del valor, ¿por qué nos sorprendemos cuando nuestro sentido de comunidad se deteriora? Cuando glorificamos y multiplicamos las armas, ¿por qué nos sorprendemos cuando los niños las usan?
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Cuando respondemos al asesinato con más violencia en la pena de muerte, ponemos el sello de aprobación a la venganza; cuando el lugar más peligroso en el país es el útero de una madre y se le puede destrozar la cabeza al niño o niña por nacer en un aborto, incluso en el proceso de nacer, el lenguaje corporal de ese mensaje es que la vida no es sagrada y puede no valer mucho en absoluto. De hecho, ciertas clases de homicidios ya ni siquiera cuentan oficialmente como «homicidio». A ciertos tipos de homicidios los consagramos como derechos y los protegemos por ley. Cuando vivimos este tipo de contradicción, ¿por qué nos sorprenden los resultados?
Los asesinatos de Columbine van a marcar mi comunidad [Denver] por muchos años. Ellos son una herida sentida por todo el país, pero no creo que será la última. Vivimos en el siglo más violento en la historia; nada nos hace inmune a esa violencia excepto un inquebrantable compromiso de respetar la santidad de cada vida humana, desde el útero hasta la muerte natural. La civilidad y comunidad que hemos construido en este país son frágiles; las estamos perdiendo. Al examinar cómo y por qué nuestra cultura mercadea la violencia, les pido que no se detengan en los síntomas, que busquen más profundo. Las familias de Littleton y en todo el país merecen al menos eso.
En incidentes separados en las últimas dos semanas, hombres armados asesinaron a tres personas e hirieron a otras 13 en Gilroy, California; asesinaron al menos a 20 e hirieron a otras 26 en El Paso, Tejas; y asesinaron a nueve e hirieron a otras 27 en Dayton, Ohio. Estas son sólo las últimas de un largo patrón de balaceras masivas; tiroteos que han manchado de sangre las dos últimas décadas sin un final a la vista. Ahora comienza la secuela habitual: expresiones de choque; lamentaciones acerca de la violencia sin sentido (o racista, o religiosa o política); argumentos amargos sobre el control de armas; editoriales acalorados; sincero (pero breve) autoexamen del alma nacional, y eventualmente –llegamos a una nueva crisis.
Yo enterré algunas de las jóvenes víctimas de Columbine hace 20 años. Me senté con sus familias, las vi llorar, escuché su ira, y vi los restos humanos que deja la violencia de arma. La experiencia me enseñó que los rifles de asalto no son un derecho de nacimiento, y que la Segunda Enmienda no es un becerro de oro. Yo apoyo chequeos exhaustivo de antecedentes y acceso más restrictivo a las armas para quienes deseen comprarlas; pero también me enseñó que sólo un tonto puede creer que el «control de armas» va a resolver el problema de la violencia masiva. Las personas que usan las armas en estos hechos repugnantes son agentes morales con corazones perversos; y la perversidad es producida por la cultura de anarquía sexual, excesos personales, odios políticos, deshonestidad intelectual y libertades pervertidas que hemos creado sistemáticamente durante el último medio siglo.
Así que lo diré de nuevo, 20 años después. Tratar los síntomas en una cultura de violencia no funciona; tenemos que buscar más profundo. Hasta que estemos dispuestos a hacer eso, nada fundamental cambiará.
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