Archbishop Charles Chaput, O.F.M. Cap.

Hace exactamente 20 años, en el testimonio en el Senado de los Estados Unidos, pocas semanas después de la masacre de la Escuela Secundaria Columbine, ofrecí estos pensamientos:

El verdadero problema [de la violencia como la de Columbine en nuestra cultura] está aquí, en nosotros… En las últimas cuatro décadas hemos creado una cultura que comercializa la violencia de docenas de maneras diferentes, los siete días de la semana; es parte de nuestra estructura social. Cuando construimos nuestras campañas publicitarias basadas en el egoísmo y la codicia de los consumidores, y cuando el dinero se convierte en la medida universal del valor, ¿por qué nos sorprendemos cuando nuestro sentido de comunidad se deteriora? Cuando glorificamos y multiplicamos las armas, ¿por qué nos sorprendemos cuando los niños las usan?

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Cuando respondemos al asesinato con más violencia en la pena de muerte, ponemos el sello de aprobación a la venganza; cuando el lugar más peligroso en el país es el útero de una madre y se le puede destrozar la cabeza al niño o niña por nacer en un aborto, incluso en el proceso de nacer, el lenguaje corporal de ese mensaje es que la vida no es sagrada y puede no valer mucho en absoluto. De hecho, ciertas clases de homicidios ya ni siquiera cuentan oficialmente como «homicidio». A ciertos tipos de homicidios los consagramos como derechos y los protegemos por ley. Cuando vivimos este tipo de contradicción, ¿por qué nos sorprenden los resultados?

Los asesinatos de Columbine van a marcar mi comunidad [Denver] por muchos años. Ellos son una herida sentida por todo el país, pero no creo que será la última. Vivimos en el siglo más violento en la historia; nada nos hace inmune a esa violencia excepto un inquebrantable compromiso de respetar la santidad de cada vida humana, desde el útero hasta la muerte natural. La civilidad y comunidad que hemos construido en este país son frágiles; las estamos perdiendo. Al examinar cómo y por qué nuestra cultura mercadea la violencia, les pido que no se detengan en los síntomas, que busquen más profundo. Las familias de Littleton y en todo el país merecen al menos eso.

En incidentes separados en las últimas dos semanas, hombres armados asesinaron a tres personas e hirieron a otras 13 en Gilroy, California; asesinaron al menos a 20 e hirieron a otras 26 en El Paso, Tejas; y asesinaron a nueve e hirieron a otras 27 en Dayton, Ohio. Estas son sólo las últimas de un largo patrón de balaceras masivas; tiroteos que han manchado de sangre las dos últimas décadas sin un final a la vista. Ahora comienza la secuela habitual: expresiones de choque; lamentaciones acerca de la violencia sin sentido (o racista, o religiosa o política); argumentos amargos sobre el control de armas; editoriales acalorados; sincero (pero breve) autoexamen del alma nacional, y eventualmente –llegamos a una nueva crisis.

Yo enterré algunas de las jóvenes víctimas de Columbine hace 20 años. Me senté con sus familias, las vi llorar, escuché su ira, y vi los restos humanos que deja la violencia de arma. La experiencia me enseñó que los rifles de asalto no son un derecho de nacimiento, y que la Segunda Enmienda no es un becerro de oro. Yo apoyo chequeos exhaustivo de antecedentes y acceso más restrictivo a las armas para quienes deseen comprarlas; pero también me enseñó que sólo un tonto puede creer que el «control de armas» va a resolver el problema de la violencia masiva. Las personas que usan las armas en estos hechos repugnantes son agentes morales con corazones perversos; y la perversidad es producida por la cultura de anarquía sexual, excesos personales, odios políticos, deshonestidad intelectual y libertades pervertidas que hemos creado sistemáticamente durante el último medio siglo.

Así que lo diré de nuevo, 20 años después. Tratar los síntomas en una cultura de violencia no funciona; tenemos que buscar más profundo. Hasta que estemos dispuestos a hacer eso, nada fundamental cambiará.