Archbishop Charles J. Chaput

La gran Solemnidad de la Santísima Trinidad, y la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, enseñan algo hermoso acerca del Dios que profesamos y la vida que él nos invita a llevar.

Como los judíos y los musulmanes, los cristianos creen que Dios es uno. No hay ningún otro dios sino Dios, que creó todo de la nada; que es infinitamente superior y diferente a nosotros; que es totalmente independiente de su creación. Cuando llamamos a Dios santo nos referimos a lo que el latín sanctus, o la palabra hebrea kadosh, significan –Dios es «distinto a» nosotros y nuestro entendimiento humano, sin la ayuda de Dios mismo, no puede nunca capturar su esencia.

Pero también los cristianos creen que Dios nos habla a través de las Escrituras y la sabiduría de la Iglesia y que las palabras de la Primera carta de Juan –«Dios es amor» (4:8, 16)– son literalmente verdaderas. La naturaleza de Dios, su «unidad», es una comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; un Dios en tres personas divinas, cuyo amor crea y sostiene todas las cosas. Así, mientras que la naturaleza de Dios es un misterio, no es uno enteramente extraño: cada familia humana –la unidad de padre, madre e hijo–refleja, en forma parcial y pequeña, la naturaleza de Dios mismo.

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Y hay más. Los cristianos creen que Dios no es sólo trascendente sino también inmanente. Dios se hizo hombre en Jesucristo. Él se hizo carne. Por lo tanto el cristianismo es encarnacional.  Dios creó a la raza humana, pero también llegó a ser parte de ella por amor para redimirnos. Él ama a cada uno de nosotros no sólo como un creador, sino también como un padre y un hermano.  Esta constante y tangible presencia de Dios, personalmente en medio de nosotros, se renueva en cada misa. La Eucaristía es más que un símbolo o una metáfora o una comida conmemorativa, aunque es todas esas cosas también; es, la viva carne y sangre de Jesucristo.

El domingo de la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, nos recuerda que Jesús es realmente Emmanuel –«Dios con nosotros»– y cada vez que lo recibimos en la Eucaristía, nos pide amar como él amó y confiar en Dios como él confiaba en su Padre.

¿Cómo amamos como Cristo amó? ¿Cómo llevamos nosotros el amor cristiano del campo de la teología al campo de la práctica?

Madre Teresa lo hizo con un pequeño acto de piedad a la vez. Hoy en día sus Misioneras de la Caridad consuelan a los desamparados y sufridos alrededor del mundo. Eunice Kennedy Shriver comenzó con los mismos pasos modestos. El movimiento de Special Olimpics (olimpiadas especiales) comenzó como simples juegos en el patio de la casa de Eunice y Sargent Shriver hace más de 50 años. Los Shrivers tenían un amor profundamente católico por los niños con discapacidad intelectual, y una vez que empezaron, nunca dejaron de ayudar a las personas con discapacidad a descubrir su dignidad dada por Dios y sus habilidades.

Hoy el movimiento de Special Olympics incluye a 4,2 millones de atletas en más de 170 países.  Mientras escribo esta columna, casi 4.000 atletas de Special Olympics de todos los 50 estados y el Distrito de Columbia están compitiendo en los juegos nacionales del 2014 USA Special National Olympics Games en Nueva Jersey, y 185 de esos extraordinarios deportistas pertenecen a la delegación de Pensilvania. Cada uno de ellos es un héroe. Así también lo es cada entrenador, padre, voluntario y patrocinador, que ha trabajado tan duro, sacrificado tanto y amado tan desinteresadamente para ganar para estos olímpicos especiales la inclusión y el reconocimiento que ellos merecen.

Si «Dios es amor» –y lo es– entonces los que bien quieren, en aras de otros, sin tener en cuenta el costo, son los reflejos de Dios. Son el rostro humano del amor de Dios en nuestro medio. Y todos nosotros nos enriquecemos por eso.

Debemos agradecer a Dios de una manera especial por el don de su amor, al celebrar el Cuerpo de Cristo, encarnado en su Hijo; por la presencia real de Cristo en la Eucaristía; por el agua viva que encontramos en la Sagrada Escritura; y por el testimonio cristiano de aquéllos cuyas vidas nos dejan vislumbrar la belleza de Dios mismo.