Los cristianos son siempre, en cierto sentido, los de afuera. Tenemos la alegría y el privilegio de ser una levadura para bien en la sociedad. Esa es una vocación apasionante. Significa trabajar por tanta justicia y virtud en los asuntos humanos como sea posible. Tenemos una obligación especial de servir a los débiles y los pobres y tratar aun aquellos que nos odian con amor. Pero mientras estamos en el mundo y para el mundo, nunca somos finalmente del mundo. Y necesitamos entender lo que eso significa.
Al escribir en la primera mitad del siglo “a estos pueblos pertenecen ustedes, elegidos por Cristo Jesús que están en Roma, a quienes Dios ama y ha llamado y consagrado” —y a pesar de los peligros y frustraciones que él mismo enfrentó— san Pablo dijo “…no me avergüenzo del Evangelio. Es una fuerza de Dios y salvación para para todos los que creen, en primer lugar para los judíos, y también para los griegos. El Evangelio manifiesta cómo Dios nos hace justos…” (Rom 1:7, 16-17).
La carta de Pablo a los Romanos se convirtió en un texto clave del Nuevo Testamento. La Iglesia siempre la ha venerado como parte de la Palabra de Dios e incorporado en su pensamiento y práctica. Los libros de la Escritura, incluso cuando son moralmente exigentes, no son grilletes; forman parte de la historia del amor de Dios por la humanidad; son guías que nos llevan a la verdadera dignidad y salvación.
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Eso es algo bueno. Gran parte de la historia humana —demasiada— es un registro de la capacidad de nuestra especie por la autodestrucción. La palabra de Dios es una expresión de su misericordia; nos ayuda a llegar a ser las personas de integridad que Dios nos creó para ser. Como Pablo nos recuerda, estamos “llamados a ser santos.” A veces las lecciones de las Escrituras con ese fin pueden ser difíciles. Pero Dios no puede mentir; su Palabra siempre habla la verdad. Y la verdad, como Jesús nos dice en el Evangelio, nos hace libres. Por esta razón los cristianos nunca deben avergonzarse de la Palabra de Dios —incluso cuando es una inconveniencia.
Lo que nos lleva al corazón de mis comentarios esta semana.
En Romanos 1:21-27, hablando de los hombres y mujeres de su tiempo que “cambiaron la verdad de Dios por mentiras,” Pablo escribió:
.. . porque habiendo conocido a Dios no le rindieron honores ni le dieron gracias como se merecía, al contrario, se perdieron en sus razonamientos y su conciencia cegada se convirtió en tinieblas. Creyéndose sabios se convirtieron en necios…
Por esto, Dios los abandonó a sus pasiones secretas, se entregaron a las impurezas y deshonraron sus propios cuerpos. Cambiaron la verdad por la mentira. Adoraron y sirvieron a seres creados en lugar de al Creador, que es bendecido por los siglos. ¡Amén!
Por esta razón Dios los entregó a pasiones deshonrosas. Sus mujeres intercambian las relaciones sexuales naturales por relaciones contra la naturaleza. Los hombres, asimismo, dejan la relación natural con la mujer y se apasionan los unos por los otros; practican torpezas varones con varones, y así reciben en sus propias personas la debida pena por su error.
Si leer este pasaje nos intranquiliza, debería. Muchos de los oyentes romanos de Pablo tenían la misma respuesta. Jesús no vino para afirmarnos en nuestros pecados y conductas destructivas —cualquieras que sean— sino a redimirnos. El mensaje de Pablo ofendió a algunos entonces tanto como ahora. En una época de confusión sexual y desorden, llamadas a la castidad no son simplemente desagradables; ellas son despreciadas. Pero eso no menoscaba la verdad de las palabras que escribió Pablo, o de su urgencia para nuestro tiempo.
Lo que hacemos con nuestro cuerpo importa. El sexo está ligado íntimamente a la identidad humana y propósito. Si nuestras vidas no tienen mayor significado que lo que inventamos para nosotros mismos, el sexo es sólo otra clase de arcilla de modelar; podemos modelarlo en cualquier forma que queramos. Pero si nuestras vidas tienen un propósito más alto —y como cristianos, encontramos ese propósito en la Palabra de Dios— entonces también nuestra sexualidad. Actuar de maneras que violan ese propósito se convierte en una forma de autoabuso; y no solo autoabuso, sino una fuente de confusión y sufrimiento para toda la cultura. El hecho de que el cuerpo de un individuo podría inclinar a él o ella a un tipo de comportamiento sexual dañino, o a otro muy diferente, no cambia esto.
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Esto puede ser una enseñanza difícil. Es fácil ver por qué muchas personas tratan de suavizar, atenuar o ignorar las palabras de Pablo. En una cultura del conflicto, la acomodación es siempre el camino menos doloroso. Pero lleva no lleva a ningún lugar; ni inspira a nadie. “Ajustarse” a una sociedad de sexualidad profundamente disfuncional resulta en la ruina que vemos en muchas otras comunidades cristianas moribundas.
En su reciente libro Building a Bridge (HarperOne), el padre James Martin, S.J., llama a la Iglesia a un espíritu de respeto, compasión y sensibilidad en el trato con las personas con atracción al mismo sexo. Éste es un buen consejo; tiene sentido obvio. Él pide el mismo espíritu de las personas en la comunidad LGBT al ocuparse de la Iglesia. El padre Martin es un hombre cuyo trabajo admiro a menudo. Building a Bridge, aunque breve, está escrito con habilidad y buena voluntad.
Pero de lo que lamentablemente carece el texto es de un compromiso con la esencia de lo que divide a los cristianos fieles de los que no ven pecado en las relaciones homosexuales activas. La Iglesia es no sólo acerca de la unidad —tan valiosa como es— sino sobre la unidad en el amor de Dios enraizada en la verdad. Si la carta a los Romanos es verdad, entonces las personas en relaciones impúdica (ya sea homosexual o heterosexual) necesitan conversión, no sólo afirmación. Si la carta a los Romanos es falsa, entonces la enseñanza cristiana es no sólo incorrecta sino una mentira malvada. Acerca de esto francamente lo único que se puede tener es una conversación honesta.
Y la honradez es lo que hace otro libro reciente –Why I Don’t Call Myself Gay de Daniel Mattson (Ignatius)– tan extraordinariamente emotivo y potente. Como escribe el cardenal Robert Sarah en el prólogo, el candor de Mattson sobre su homosexualidad, sus luchas y fracasos y su progresiva transformación en Jesucristo “es testimonio de la misericordia y la bondad de Dios, la eficacia de su gracia y la veracidad de las enseñanzas de su Iglesia.”
En las palabras de Daniel Mattson mismo:
No podemos permanecer reacios a hablar de la belleza de la doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad y la identidad sexual por miedo a que parezca “indiferente,” “irracional” o “irreal.” Necesitamos amar al mundo lo suficiente como para hablar de la visión cristiana de la realidad sexual, confiados en que la creación de Dios del hombre como hombre y mujer es verdaderamente parte del Evangelio de Jesucristo que estamos llamados a proclamar a un mundo perdido y confundido. Necesitamos ser una luz para el mundo y hablar apasionadamente sobre la riqueza de la comprensión de la Iglesia sobre la sexualidad humana. No podemos poner más la Buena Nueva de la doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad humana debajo de un almud, porque el mundo necesita desesperadamente la verdad que tenemos (p. 123).
Hablado desde la experiencia. Hablado desde el corazón. Nadie podría nombrar la verdad más claramente.
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