La historia es una gran maestra, a veces de maneras inusuales y muy personales. He aquí un ejemplo.
Hoy leyendo el Reichskonkordat (Concordato del Reich con el estado alemán), 85 años después de su firma en el 1933, éste provoca algunas reflexiones interesantes. Estructurado como un tratado que rige las relaciones entre el gobierno de la Santa Sede y el alemán, el texto es extraordinariamente positivo; también es profundo. Como trato, fue uno bueno. El estado consiguió una relación jurídica estable con una minoría religiosa bien organizada, potencialmente problemática y conectada internacionalmente; la Iglesia consiguió protección para su pueblo.
Existen algunos pasajes problemáticos en el texto. El artículo 14.2 obliga a la Iglesia a consultar al Reich alemán en el nombramiento de arzobispos y coadjutores; el artículo 16 exige a los nuevos obispos tomar un juramento de lealtad al estado. Pero detalles como estos no eran desconocidos en el contexto histórico de Europa. Las garantías de libertad de la Iglesia, del Concordato, a profesar y practicar la fe católica y procurar educación católica y ministerios sociales sin interferencias, son amplias, explícitas y generosas.
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También estaban vacías. El Reich comenzó a violar el acuerdo casi tan pronto como la tinta sobre el tratado se secó. La presión del estado sobre la vida de la Iglesia fue tan severa hacia el 1937 –sólo cuatro años más tarde— que la encíclica Mit brennender Sorge de Pío XI (Con ardiente preocupación) tuvo que ser pasada de contrabando al país. Fue leída desde todos los púlpitos de Alemania el Domingo de Ramos de ese año. En ella, el Santo Padre condenó el neopaganismo, el odio a las razas, el cristianismo «arianizado», el ataque generalizado contra los derechos humanos y el desprecio por el Antiguo Testamento del Reich(dirigido por los nazis). En respuesta, el estado simplemente intensificó su presión.
¿Cuál es la lección aquí? Es ésta: Si usted cena con el diablo (como lo advierte el proverbio), mejor lleve una cuchara larga. Es probablemente una mala idea en primer lugar.
Pero hay más. Como sucede en la diplomacia y la política, así es en la vida individual de cada persona. En los tratos que hacemos con el mundo y la carne y el diablo, siempre se pierde. La línea que divide el bien y el mal suele ser –no siempre, pero generalmente— bastante brillante para quien quiera verla. La mayoría de nosotros realmente no la queremos ver, por supuesto, porque hacerlo así estropearía nuestro comportamiento diario. Nosotros negociamos pequeños «concordatos» con nuestros pecados personales favoritos, feos hábitos y apetitos dictatoriales todo el tiempo.
Si estamos constantemente enojados, es porque todo el mundo es tan injusto; si estamos adictos a la pornografía, seguramente que rebajarla a solo una hora cada día es mejor que tres; si el problema es el alcohol, cuatro bebidas es obviamente «mejor» que seis –correcto? Para todo lo prohibido, hiriente, deshonesto, que nos gusta hacer, somos expertos en el autoengaño; en entrenar nuestras conciencias para que se comporten como mascotas…como cachorros bien cuidado que nos ofrecen excusas en demanda, tales como:
«No me quedó más remedio»; o
«Hey, hubo circunstancias atenuantes»; o
«La Iglesia está desconectada»; o
«Hay una manera nueva de pensar sobre este asunto»; o
«Sé que no es ideal, pero esto es lo mejor que pude hacer»; o
«Ha habido una revolución en la manera de pensar de la Iglesia en todo tipo de cuestiones complejas
–como la mía»; o
«Cierto, esto es incorrecto, pero no es TAN malo».
Todos tenemos un montón de excusas excelentes. Usted las tiene; yo las tengo; y las aumentamos todo el tiempo.
El 14 de febrero de este año es miércoles de Ceniza, el comienzo de la Cuaresma. Es el día en que un Dios amoroso invita a todos nosotros a romper en pedazos nuestras miserables pequeños concordatos con el pecado y sus coartadas. La enseñanza de la Iglesia —arraigada en la palabra de Dios, confirmada por la experiencia, consistente en su expresión, a veces difícil, pero siempre liberadora– es el estándar de santidad y la guía de las expectativas de nuestro Padre. Es necesario que nos aferremos a ella, confiados en la misericordia de Dios, al juzgar nuestras propias acciones y cambiar de dirección nuestras vidas, sin importar cuán radicales sean las demandas de ese nuevo camino.
Así que Dios conceda todos nosotros una Santa y fecunda Cuaresma, y les pido que oren por mí, así como yo oraré por ustedes.
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