Padre Charles Ravert

Paz y Todo Bien!

Toda persona tiene dignidad incluso si parece que ha renunciado a esa dignidad o se la han quitado.  Nuestro Señor Jesucristo es la fuente de nuestra dignidad. Pero incluso a él, al parecer, le quitaron la dignidad cuando lo colgaron desnudo en la cruz.  Su dignidad divina fue escondida en el mismo momento de su nacimiento en un pesebre en Belén.  Pero nadie podría verdaderamente despojarlo de su dignidad. Tampoco podemos jamás renunciar verdaderamente a nuestra dignidad de hijos e hijas creados a imagen y semejanza de Dios.

La dignidad que tenemos no viene de nuestro estatus, nuestra belleza, nuestra riqueza, educación, éxito, o número de seguidores en las redes sociales, no. Nuestra dignidad es un don gratuito de amor que Dios nos da en el momento de la concepción. Proviene de Dios que nos da vida en su propia imagen.  El diablo nos tienta abusar del don de nuestra dignidad y lo convierte en los pecados del orgullo, la vanidad y la codicia. A medida que esos pecados aumentan en nosotros y en la cultura de nuestra sociedad, se va pisoteando la dignidad de los demás.

Algunos otros pecados y fallas también parecen quitar la dignidad humana y la dejan en la alcantarilla. Sus derechos o incluso sus propias vidas son desechadas como nada. Los no nacidos, los adictos, los inmigrantes, los pobres y otras personas marginadas a menudo son tratados como infrahumanos por el mundo y, lamentablemente, incluso por algunas personas de fe. Sin embargo, su dignidad, aunque escondida debajo de sus circunstancias, todavía le es otorgada por Dios.

Como discípulos de Cristo, estamos llamados a tratar a los demás con compasión para ayudarlos a recuperar la verdad de su dignidad. Al comenzar esta temporada de Adviento, reflexionando sobre la humildad del Niño Jesús que nació pobre, inmigrante, nació desconocido por el mundo; también reflexionemos en Jesús vivo en los corazones de nuestros vecinos más vulnerables.  Nuestra sociedad está corrompida por el orgullo, abrumada por la vanidad e infectada por la codicia. Pero se supone que nosotros debemos estar separados de la multitud. Si somos cristianos no debemos huir de nuestros barrios, si somos cristianos no debemos olvidarnos de los pobres, si somos cristianos no debemos ignorar a las personas adictas, si somos cristianos no debemos ser sordos ante la difícil situación del inmigrante, si somos cristianos no debemos sacrificar la vida de los bebés no nacidos en el altar de “¡Es mi cuerpo, mi elección!”.  Si somos cristianos, debemos estar apartados del mundo, con la dignidad que Dios nos ha dado, estar con nuestro prójimo y verdaderamente amarnos los unos a los notros como Cristo nos ha amado.

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El Padre Carlos Ravert es párroco de la Iglesia San Ambrosio en Filadelfia.